Los conozco bien. Dos jóvenes que, cuando se les
requirió, estuvieron a la altura y lo dieron todo: tiempo, esfuerzo y
dedicación. Recién licenciados que se adaptaron rápidamente al mercado laboral
supliendo las carencias de un sistema universitario que les hostiga de teoría
pero que no les prepara para el día a día. Ambos trabajaron a destajo y con
unos sueldos demasiado ajustados… pero no les importó. Estaban empezando y ya
vendrían tiempos mejores. Se casaron cuando la burbuja aún engordaba. Fui a su
boda. Me alegré mucho por ellos. Después llegaron el piso, el coche, un hijo y
muchas ilusiones para el futuro… No sé decir cuándo ocurrió. Probablemente
porque no hay un día marcado en rojo en el calendario en el que todo comenzó a
desmoronarse. Primero cayó una carta, después otra, y poco a poco el castillo
de naipes fue desmoronándose sin que nadie pudiera remediarlo. EREs y
regulaciones de empleo; despidos y cierre de empresas…
Y les tocó a ellos.
Primero ella, después él. Cola del paro, prestación por desempleo, cientos de
currículums que en su mayoría acababan en la papelera, qué te parece si nos
quitamos de ONO, y del gimnasio, y de las cenas cada dos semanas con los
amigos, y porqué no vamos mañana y pasado y el que viene a comer a casa de tus
padres… Y a dejar para más tarde el arreglo del faro izquierdo del coche que
lleva roto hace semanas, y el empaste de la muela que tanta lata me está dando,
y ese viaje a Cáceres a ver a tu hermano… Y a hacer cuentas. Y números. A ver
de dónde ahorramos para pagar la hipoteca, que es lo primero, y los pañales del
niño, y el IBI y el seguro del coche… A veces pienso qué hemos hecho mal para
que el futuro de los jóvenes sea tan incierto. Alguien dijo que tenemos la
generación más preparada de la historia… pero la que goza de menos
oportunidades para poner en práctica lo que han aprendido. Alguna vez los he
visto por la calle, paseando al crío, con la resignación escrita en sus rostros.
Y en parte me siento culpable, como todos los que hemos propiciado este
desastre.
No me entra en la cabeza que dos licenciados universitarios,
sobradamente preparados y con experiencia, estén pensando en hacer las maletas,
en dejar atrás sus familias y la ciudad que los vio nacer y buscarse la vida en
el extranjero. Se les acaba el paro y hasta aquí hemos llegado. Y no pueden
acudir a sus padres porque demasiado han estirado ya la escasa paga de
jubilados que les quedó tras más de cuarenta años trabajando. No creo que los
culpables de todo lo que está pasando sean unos y no otros. Creo que somos todos,
en mayor o menor parte. Por acción o por omisión. Es una generación perdida,
pero detrás viene otra empujando. E irremediablemente pienso en mi hija, que en
tres años acabará la carrera. No quiero que tenga que dejar este país para
buscarse la vida. Pienso en su futuro y en el porvenir que ella espera… y que a
mí me desespera.