Martes
por la mañana. Hoy me he despertado temprano. He pedido el día libre en el
trabajo y me dispongo a disfrutar de una jornada sin informes ni jefes, sin
órdenes ni horario establecido. Un día para ir a pagar el seguro, al banco para
eso del préstamo, a pasar la ITV... ya saben. Lo primero, desayunar en la
calle. Sí, me voy a permitir el lujo de tomarme unas tostadas en el centro. Me
compro el periódico y me siento en la terraza de un conocido bar. Alzo mi mano
a fin de llamar la atención del camarero... y nada. Pasa una y otra vez a mi
lado, con la bandeja en la mano y con la prisa reflejada en su cara. Lo llamo:
“Jefe, por favor”. Ni por esas. Llevo diez minutos y por fin se acerca para,
sin ni siquiera mirarme, limpiar la mesa de cafés, restos de migas, el sobre
arrugado del azúcar y un vaso de agua a medio terminar. “Uno con leche, una
media con aceite y un zumo de naranja natural, por favor”.
El camarero se
marcha quedándome la duda si ha oído mi pedido, pero en fin vamos a tener fe.
Otros diez minutos. Vuelvo a repasar el periódico y, cuando ya me disponía a
hacer el sudoku, aparece el camarero con un café solo, un croissant y un vaso
de agua. Respiro hondo. “No ha dado ni una, oiga”. “Le pedí...”. No me dio
tiempo a más. Recogió en un pis pas asintiendo con la cabeza, como diciendo
“Sí, ya lo sé, ya recuerdo”. Otros cinco minutos por el reloj. Al fin aparece
con lo que le pedí. Lo deposita en la mesa buscando mi aprobación, que
finalmente obtiene al comprobar que todo estaba bien. Me acerco al café y
¡voila!, “está frío”. La tostada, también ha sufrido los rigores de un largo
tiempo fuera del tostador y el zumo... es de bote. Se me queda la cara de tonto
y, a riesgo de pillar una pulmonía, me tomo el café, la tostada con aceite y el
zumo de bote que, además, estaba aguado ya que los dos cubitos de hielo ya se
habían derretido.
Respiro hondo una vez más y pido la cuenta. Se acerca el
camarero, recoge todo y se lleva el periódico. “Oiga, que no es de la casa, que
es mío, que lo compré esta mañana”. Ni caso. Se pierde entre las mesas y decido
esperar a que vuelva para expresarle mis quejas. Vuelve, sí, pero de pasada.
Sin hacerme caso. “Mi cuenta, por favor”. “Y el periódico, que es mío”. Respiro
hondo una vez más, pero esta vez sonrío. Me levanto despacio y, sin vacilar,
desaparezco por la calle abajo. Sí, me he ido sin pagar... pero ¡Qué gustazo y
qué bien me he quedado.! ¿No les parece?.