miércoles, 13 de marzo de 2013

LA LECCIÓN MÁS IMPORTANTE DE MI VIDA


(Artículo publicado en Viva Jerez el 14/3/2013)
Allí, junto a su cama, sentado junto a ella, recibí la lección más importante de mi vida. Han pasado más de 20 años pero sus palabras, grabadas a fuego en mi memoria, resuenan en mi mente cada vez que creo que la situación me desborda. Recuerdo que llevaba tres meses internada en el Hospital y notaba que sus fuerzas mermaban poco a poco. Su enfermedad había hecho estragos en su ya débil cuerpo y el final se nos antojaba a todos demasiado cerca. Y ella lo sabía, era consciente de que la llama se apagaba y lo aceptada con abnegada resignación. Había luchado tantos años por superar el cáncer que el desgaste comenzaba a ser evidente en todo su ser. Esa tarde de enero, sentado junto a su cama, tuve la osadía de contarle un problema laboral que para mí en ese momento era muy importante, pero que hoy ya no recuerdo. Ella escuchó atenta, sonrió levemente como solo ella sabía hacerlo, me miró con sus cansados y entornados ojos y agarrando mi mano me dijo: - Ojalá tuviera yo ese problema. El mío sí que es un problema porque sé que mi final está cerca. Recuérdalo toda tu vida. 

Pocas semanas después su débil llama se apagaba para siempre. Pero su recuerdo perdura y sus sabias palabras también. Desde ese momento intento minimizar, trivializar los problemas que me aquejan como a cualquier hijo de vecino. Una bronca del jefe, una discusión con mi mujer, un malentendido con mi amigo, una avería en el coche, una factura sin pagar… Situaciones difíciles, tragos amargos, problemas que no desaparecen por arte de magia pero que se suavizan con el simple recuerdo de unas palabras que marcaron desde ese instante mi vida. Tendemos, yo el primero, a magnificar los problemas elevándolos a una categoría que igual no poseen. Cuando llegan se aposentan en nuestra cabeza y dan vueltas y más vueltas minando buena parte de nuestra energía. Incluso buscamos aliados que certifiquen y validen su importancia, los encadenamos con otros y caemos así en un círculo vicioso que nos impide ver la botella medio llena. Es, en ese preciso instante, cuando paro en seco, respiro hondo, cierro los ojos e intento recordar su serena expresión al darme el consejo. Y pienso que ojalá tuviera ella esos problemas, porque significaría que aún estaría a mi lado. No vio nacer a sus nietos. No envejeció junto a mi padre. Pero su recuerdo siempre estará presente entre los que tuvieron la fortuna de conocer a mi madre.

miércoles, 6 de marzo de 2013

ABDUL


(Artículo publicado en Viva Jerez el 7/3/2013)
Se llama Abdul. Tiene 66 años aunque su cuerpo enjuto y aceitunado no lo evidencien. Tan sólo los surcos de su rostro ajado muestran a las claras las muescas de una vida ingrata, intensa e incluso cruel. Lo conocí hace un par de meses ejerciendo su trabajo de guía oficial en Tánger, Marruecos. Se me acercó al bajar del Ferry ofreciéndome, por sólo 20 euros, una visita guiada a la ciudad, acompañarme durante las más de 8 horas de estancia, espantar a los vendedores que te persiguen en cualquier punto del zoco, llevarme a los lugares alejados del turismo y ayudarme a la práctica del “regateo” tan extendida en estos lares. Y todo por 20 euros que, además, recogería al final de la jornada y siempre que el servicio fuera de mi agrado. Accedí guiado tan solo por mi instinto. Abdul habla 5 idiomas y se defiende en otros 5 más. Nadie le enseñó. Aprendió en la calle, escuchando y practicando guiado por la necesidad. Me acompañó al Kasbah y a los jardines del Sultán, al pequeño Zoco, a la Medina y la Alcazaba, a almorzar en el Marhaba y a tomar café en el Hotel Minzah. Pero también la otra cara de Tánger, la alejada del centro comercial, esa a la que rodea la miseria y el hambre. Niños descalzos en la calle, ancianos de mirada perdida, mujeres encorvadas del pesado trabajo que le tocó realizar. 

Y todo en una ciudad rodeada de palacios y casas señoriales que se caen a pedazos, vestigios de un pasado en el que fue colonia española y francesa. Abdul cumplió con creces su cometido siempre con una sonrisa en los labios. Según me dijo, es el sustento económico de una familia que, además de sus dos mujeres (en Marruecos se acepta la poligamia), la componen cinco hijos y dos abuelos. Y todo en una casa de 60 metros cuadrados. Esos 20 euros es el único sueldo que entra en su casa cada tres días ya que, debido al elevado número de guías oficiales que trabajan en Tánger, solo se les permite trabajar dos días a la semana. A Abdul se le humedecen los ojos cuando habla de la Alhambra de Granada y de la Mezquita de Córdoba. Del parque de María Luisa en Sevilla o del tabanco que visitó en Jerez. Eso fue hace 40 años, cuando era joven y trabajaba en España de sol a sol para mandar dinero a su familia. 

Ahora, que el gobierno alauí impide atravesar con normalidad el estrecho, añora esos momentos con la mirada perdida. Abdul me dejó puntual a la entrada del puerto. Le prometí buscarle la próxima vez que visitara Tánger. Fiel al pacto le entregué los 20 euros a los que añadí otros 20 con un guiño de complicidad. Un fuerte apretón de manos selló el adiós. Al volver la vista atrás me saludó con la mano esbozando una sonrisa agridulce. Tánger está tan solo a 35 minutos de una España que observa en su televisor de plasma hablar de crisis económica, de jesulines y campanarios, de Bárcenas y Puyoles, de la subida del precio del gasóleo.