miércoles, 27 de enero de 2010

Messi y Don Giovanni

(Publicado en Viva Jerez el 28 /1/10)

8 de la noche del pasado sábado. Me dispongo a disfrutar de una representación lírica de auténtico lujo en el Teatro Villamarta. Se ha colgado el cartel de no hay localidades. Faltan unos minutos para que comiencen las tribulaciones de Don Giovanni, Leporello, Doña Elvira o Don Octavio, y aguardo impaciente escuchar las arias de mi paisano y amigo, el tenor Ismael Jordi. Pasa a mi lado José Luis de la Rosa y le felicito por el magnífico libreto que ha editado para la ocasión la asociación cultural La Arcadia. Oteo a mi alrededor en el patio de butacas y observo rostros conocidos y anónimos, espectadores de toda condición, edad y estrato social. Hasta que mi mirada se detiene dos filas más adelante en un individuo de mediana edad, chaqueta azul y corbata del mismo color, con el abrigo doblado sobre sus piernas y que ojea el libreto pasando las páginas de tres en tres sin un interés manifiesto en su contenido. Lo acompaña una señora menuda, muy elegante, que muestra un gran collar de perlas en su cuello y que con la mirada altiva parece buscar impaciente a alguien conocido al que saludar.


Me he centrado algo más de lo debido en el entorno para que sitúen al personaje en su contexto, porque la historia viene a continuación. El motivo de fijarme en este señor, y no en otro, fue el cablecito que salía de su oreja izquierda y que trataba de disimular encogiendo los hombros y recostándose sobre la butaca. En un principio pensé que podría tratarse de alguien que tuviera problemas de sordera o bien un invidente que se disponía a asistir a una ópera merced a algún sistema audiodescrito ideado por el Villamarta (que yo sinceramente desconocía). Pero mis sospechas se confirmaron cuando se sacó las gafas del bolsillo interior de su chaqueta a la vez que encendía y sintonizaba un pequeño transistor que llevaba oculto. No me lo podía creer.


Rápidamente caí en la cuenta que esa misma tarde mi hijo me había recordado que a las 8 de la noche comenzaba el Valladolid-Barcelona. ¡Dios!. ¡Casi 60 euros para estar más pendiente de Messi y compañía que de una representación lírica del nivel de Don Giovanni!. No se quitó el auricular en ningún momento. Incluso le vi apretar el puño y sonreír en más de una ocasión. Más tarde comprendí que el sujeto era culé ya que su equipo había ganado tres a cero… el último gol de Messi. Evitaré los comentarios irónicos y despectivos a cerca de la hipocresía de un sector muy concreto que aún desea aparentar asistiendo a actos como una ópera en el Villamarta, pero creo que ustedes saben por dónde voy. En fin, esto es Jerez. O mejor dicho, una parte cada vez más residual de Jerez…

miércoles, 20 de enero de 2010

ODA AL CHICHARRÓN


(Publicado en Viva Jerez el 21 /1/10)
Crujiente, sabroso, condimentado con pimentón, sal o pimienta negra en grano. En taquitos o en lonchas. Acompañado por un buen mosto de Trebujena, unos rabanitos y un ajo caliente. En casa, en el bar de la esquina o en una viña o venta. De Chiclana o de Jerez. Solo o en manteca colorá, frío o calentito, con picos o con pan de campo de la Venta Las Cuevas. Chicharrón. Tan sólo con pronunciar esta palabra se me hace la boca agua y evoco esos días entresemana en los que la calle donde nací olía a chicharrones recién hechos. Desde primera hora, en la carnicería de la esquina, fundían la grasa o manteca de cerdo y los trocitos de carne recubiertos de parte de la grasa fundida. Ese olor, que recorría la collación de San Juan colándose por cada una de sus ventanas y casapuertas abiertas, se me ha quedado desde entonces impregnado en la pituitaria.

De vez en cuando, renace ese cálido aroma a colesterol puro cuando paseo junto a algunas de las carnicerías de la ciudad, como la de Vicente, en la calle Diego Fernández Herrera. Y entonces, me traslado a esos años de mi niñez, en los que mi madre me mandaba a la carnicería de Manolo, en la Plaza San Juan, a comprar un cartucho de chicharrones calentitos, recién hechos. Yo cogía ese papel de estraza y, de camino a casa, pillaba furtivamente el primero que veía y me lo metía en la boca degustando ese exquisito manjar. Hoy, con el peso de los años (y de los kilos de más, porqué no decirlo), me resisto a caer en la tentación de comprarlos. Aunque otra cosa es que te lo pongan en la mesa en alguna comida de compromiso. En ese caso, reconozco mi falta de voluntad cayendo irremisiblemente en su degustación, cerrando los ojos para no perder comba del momento, y masticando lentamente para sentir mejor todos sus matices.

Algo parecido me pasa cuando voy a un bar y, sobre el mostrador, observo una gran cazuela de barro rebosante de chicharrones. Debería estar prohibido y castigado con penas de prisión perpetua, porque es una tentación a la que es difícil sustraerse. Los chicharrones te miran y tú los miras. Alejas la mirada pero ahí están, como diciendo “cómeme”. Y entonces levantas la mano. ¡Jefe, una tapita de chicharrones!. Y ahí están. La cervecita a tu diestra y los chicharrones a tu siniestra. Eres consciente de que, justo cuando termines de comértelos, aparecerá un sentimiento de culpa acompañado de un sincero arrepentimiento y la promesa de no volver a probarlos. Pero ¿qué se le va a hacer?. Están tan buenos… ¡A ver si alguien inventa los chicharrones light!. El éxito estaría asegurado. Yo… el primero.

miércoles, 13 de enero de 2010

DE LOS NERVIOS


(Publicado en Viva Jerez el 14 /1/10)

No lo puedo remediar. Me ponen de los nervios esos conductores que creen que en Jerez se paró el reloj hace cincuenta años y que transitan por las calles como si estuvieran a los mandos de un autobús turístico, o bien paran su vehículo en plena calle para bajar la compra del mes mirando con indiferencia la cola de coches que espera impaciente, o que se embelesan mirando el fugaz vuelo de una mosca mientras el semáforo ya hace un rato que se puso en verde. Me ponen de los nervios esos clientes de hipermercados que, a la hora de pagar en la caja, desatendiendo la cola que les contempla, buscan sin prisa el dinero justo de la compra en su monedero o bien la tarjeta de crédito, el carnet del hiper y el DNI y, a continuación, (¿no podían haberlo hecho antes?), comienzan a introducir sin prisas la compra en las bolsas y, para colmo, preguntan a la cajera sobre los precios que aparecen en la factura.


Me ponen de los nervios esos funcionarios de ventanilla que, tras una gestión, se ponen a hablar con el cliente del tamaño de la urta que un amigo común pescó la pasada semana en Rota obviando que otros parroquianos esperan impacientes en la cola ser atendidos por un asunto urgente. Me ponen de los nervios esos camareros que pasan veloces una y otra vez cerca de tu mesa sin darse cuenta que llevas media hora levantando y agitando la mano para pedir una mísera cerveza o la cuenta, mientras que otros clientes de mesas cercanas son atendidos al poco de sentarse. Me ponen de los nervios esos horteras de “bugas” tuneados que, con todas las ventanillas abiertas, nos “regalan” a conductores y viandantes una música estridente con elevadas cotas de graves y agudos, con el volumen lo suficientemente alto para que les haga hablar con su “churri” a voces para, así, rentabilizar la inversión de su equipo musical.


Me pone de los nervios la gente que no piensa en los demás y que juega con su tiempo y su paciencia. Subir las ventanillas del coche para no hacer partícipe a los demás de tu afición a partirte los tímpanos, meter la compra en las bolsas a medida que la cajera las pasa por caja o tener a mano la tarjeta de crédito, dejar la charla sobre la urta para otro momento, fijarse en quién llega antes al bar para que al cliente no se le canse la mano de levantarla, pensar que la calle es de todos y que otros conductores circulan por nuestro lado o hacer en casa y no en el coche la tesis doctoral sobre el fugaz vuelo de la mosca, son detalles que yo, personalmente, agradecería. Todos esos casos me han ocurrido realmente. Seguro que a ustedes también. Igual se encuentran entre esos sujetos que me ponen de los nervios. O igual yo, en algún momento, he sido uno de ellos. Un poco de nuestra parte no vendría nada mal… para apaciguar los nervios.