Hoy no voy a trabajar. Me quedo en casa. La nochecita que he
pasado. Atiborrándome de nolotiles, voltarenes y pomadas. Me pesan los brazos y
tengo agujetas hasta en las pestañas. Estoy hecho un cromo. Y todo por culpa de
mi hijo. Mejor dicho… por culpa mía. Fue ayer. Estaba con los amigos, de
barbacoa y mi hijo me picó para jugar al fútbol. Estaba hasta la colcha de
choricitos a la brasa, filetitos de ternera, pan de campo, chuletitas de cerdo
y cerveza, mucha cerveza. ¡Venga papá, juega conmigo!. Y ahí estaba yo,
desplegando la técnica adquirida durante años. Un toque seco y el balón
ascendió hasta botar en mi rodilla, y de ésta al pie derecho y después al
izquierdo, y de ahí a la cabeza. Miré de reojo. Todos se asombraban de mi
maestría con el esférico. Mi hijo flipaba. Se incorporó uno de ellos y, en
menos de un metro cuadrado, le marqué dos regates que le dejé sentado.
Aplausos.
No cabía en mi cuerpo. Después, un toque con el interior de mi pierna
derecha y el balón se coló por la escuadra como un rayo. Más aplausos. Otros
amigos más se calentaron y saltaron al campo. Desplegué todas mis habilidades…
¡Durante cinco minutos más!. No podía. Se me salía el corazón por la boca. Tuve
que sentarme, abatido. Oí alguna sonrisa burlona a mi espalda. ¿Dónde quedó ese
Esteban que jugaba al squash, al tenis, al fútbol?. Aún recordaba esas
incursiones por la banda, sorteando jugadores, regates imposibles, rápidos
repliegues de vuelta a la defensa. Y allí estaba ahora. Desparramado en la
silla. Rendido por la evidencia física. ¡Vamos, papá, juega!. Ni de coña,
pensé. Minutos más tarde, me repuse e intenté levantarme. ¡Dios, la espalda,
las piernas…!. Parecía que me hubiera atropellado un trolebús. Con esfuerzo
acabó el día y cuando llegué a casa caí rendido en la cama. Total, que me he
levantado como he podido y arrastrando las babuchas he llegado al baño.
Y aquí
estoy, frente al espejo, mirando el reflejo de un gachó en bata, despeinado,
con medias barbas, ojeroso, barriguita cervecera y encorvado por el dolor de
espalda. ¡Hay que tener ganas de tío!, pensé. Ahora me vuelvo a la cama. A
soñar con cualquier tiempo pasado. Cierro los ojos y sonrío al recordar mi
recital de ayer. Sí, fueron solo unos minutos de gloria con el balón, pero aún
perduran. ¡Qué toques, qué control!. Aún recuerdo el rostro orgulloso de mi
hijo al verme… pero también el choteo de todos. En fin, hoy me apunto a un
gimnasio. De esos que tienen piscina, spa y sauna y todas esas cosas modernas.
Debo recuperar mi apolínea figura… Bueno, mejor voy mañana, que hoy parece como
si me hubieran dado una paliza. ¡Que tiemble Chapín, que en dos meses estoy de
vuelta a los terrenos de juego!.