(Artículo publicado en Viva Jerez el 18/7/2013)
Eran alrededor de las cuatro de la madrugada. Afortunadamente
decidí no ir en coche a la fiesta previendo la larga noche de copas. Regresaba
a casa andando por una ciudad a esa hora desierta, en blanco y negro. Por calle
Porvera me encontré con el camión de la basura y con una pareja que hacía
arrumacos en una casapuerta junto a esa misteriosa tienda de máquinas de
escribir ¿? que constituye sin duda uno de los enigmas más insondables de esta
ciudad. Al filo del antiguo quiosco de Paco Castro, torcí por Chancillería. Ya
en su tramo final, junto a Las Reparadoras, me quedé mirando a un hombre que
venía por la misma acera pero en sentido contrario. No me pregunten porqué, pero
me pareció extraño. Cuando nos cruzamos, el tipo me pidió fuego sin mirarme a la
cara. No fumo. ¿Y un euro para un café? Uy,
lo siento. ¿Seguro?, me dijo mientras sacaba una navaja del bolsillo y
amenazaba con rajarme si no le daba la cartera. Me quedé de piedra.
De repente,
el tipo me miró fijamente. Fue tan solo un segundo pero su rostro cambió de
repente. ¿Esteban?, me preguntó. Sí, le dije yo con voz temblorosa. ¿No te
acuerdas? Soy Manolo. Manolín, el hijo de Paco. El hermano de Antonio. Vivía en
la calle Justicia, unas casas más abajo que la tuya. Rosa, mi madre, compraba
en la tienda de tus padres y yo estudié en el colegio del Dute Robaperas.
Manolo, Manolín… En ese momento vinieron a mi mente fugaces momentos de esa
familia que un buen día dejó el barrio y se mudó a San Juan de Dios. De Paco,
sin oficio conocido y que se bebía hasta el agua de los floreros en el bar “La
Fábrica”. De Antonio, que ya robaba desde muy temprana edad para pagar sus
correrías a Venus y que un día amaneció muerto en Rompechapines a consecuencia
de un mal viaje. De Rosa, que hacía malabares para dar de comer a su familia
aguantando las palizas de su marido. Y cómo no, de Manolín. Un joven enjuto que
un mal día viró su camino y comenzó a trapichear con todo. La cárcel se
convirtió en su segunda casa, aunque a decir verdad no se le conocía domicilio
fijo después de que su padre muriera de cirrosis y su madre probablemente de
pena.
Y allí estaba ahora, mirándome con una sonrisa socarrona mientras
guardaba su navaja. ¿Qué tal, tío? Te veo en la tele. Eres un buen tipo.
Perdona por lo de la navaja pero, ya sabes, debo buscarme la vida… Me acompañó
a casa. Hablamos de conocidos comunes, de esos tiempos en los que la calle era
un gran salón de juegos, de cómo habían cambiado nuestras vidas. Nos despedimos
con un abrazo. No he vuelto a verlo. Alguien me dijo que regresó a la cárcel,
pero esta vez por muchos años. A veces pienso en Manolín. Y me pregunto cómo
hubiera sido su vida si su familia, el entorno y las circunstancias hubieran
sido otras. No seré yo quien lo juzgue. Porque juzgar es fácil. Y castigar, también.
Lo difícil es ponerse en la piel de una persona a la que la vida no le dio la
más mínima oportunidad.