(Artículo publicado en Viva Jerez el 24/2/2011)
Tengo, y así lo confieso públicamente, una relación Amor-Odio con esta ciudad. Esta aparente contradicción, que tiene una base empírica de casi medio siglo, hace que Jerez me atrape, me cautive entre sus fronteras invisibles pero, casi en paralelo, me ahogue y presione de tal forma que, en ocasiones, precise dar dos pasos atrás marchándome unos días fuera para respirar aire fresco y contemplarla en perspectiva. Considero que el amor pasional que tengo por la ciudad que me vio nacer me capacita para criticarla cuando y como lo crea oportuno. Y lo pienso hacer ahora.
Me voy a referir, en particular a esos que se permiten el lujo de opinar, de interferir gratuitamente en tu vida privada aún sin conocerte o porque conocen al primo hermano del cuñado de tu tía abuela. Esos que ven la paja en el ojo ajeno y hacen de esa máxima una forma de vida. Esos que critican tu forma de vestir, de actuar o de comportarte. Esos que fiscalizan tu vida poniéndole etiquetas. Personajillos de pueblo sin estación que te dicen a la cara que son muy tolerantes, que jamás se meterán en la vida de los demás y que cada uno puede hacer con su vida lo que quiera… y que, cuando les das la espalda, te clavan el puñal de la falsedad y la traición denostando ante terceros tu forma de actuar en la vida. De esos, desgraciadamente aquí en Jerez, los hay a patadas, sin un perfil definido. Justifican su mediocridad mirando furtivamente a través de la cerradura ajena y criticando lo que ven. Presumen de conocer la vida y milagros de los que les rodean y la cuentan en los foros menos indicados siempre con las mismas coletillas: “No se lo digas a nadie, pero resulta que fulanito…”, “Me han contado que menganito…” o “¿Te has enterado que…?. Actitudes que probablemente sean inherentes a nuestra más secular tradición pueblerina, pero que me provocan una sensación de ahogo cuando las padezco en primera persona o cuando afectan a la gente de mi entorno más cercano. Y es que Jerez, y lo digo sin ambages, sigue siendo un pueblo. Sí, un pueblo grande, con casi 220.000 habitantes pero, en definitiva, un pueblo. Entiéndase esta sentencia con el mayor cariño que le profeso y con la doble lectura que puede adoptar este término. Confieso que me atrae la acepción más entrañable del término, esa que va íntimamente ligada a adjetivos como bienestar, calidad de vida, cercanía, tranquilidad o comodidad.
Es el otro sentido de la palabra pueblo, ese que vive “por y para el qué dirán”, el que me produce ese desasosiego interno que me obliga, en ocasiones y siempre que puedo, a respirar aire fresco en ciudades donde puedes pasear sin una mirada en el cogote y sin el comentario en voz baja de uno que conoce al primo hermano del tío de tu cuñado y que se permite el lujo de opinar sobre lo que le debería importar una soberana caca (por no decir mierda).