miércoles, 22 de julio de 2015

ALGO FALLA

(Artículo publicado en Viva Jerez el 23.7.2015)
Esta mañana mi madre me ha despertado temprano. Medio dormido, he desayunado en la cocina. Lo de siempre, pan con manteca colorá con azúcar y un Cola Cao, mientras ojeo un tebeo del Capitán Trueno. Ni se me ocurre poner la tele, ya que no emiten hasta por la tarde. Además, no tenemos UHF. La he visto en casa de un vecino y ponen muchos dibujos animados. Mientras, ha llegado mi amigo Luis, que siempre viene conmigo al cole. Con cara de satisfacción me ha enseñado su colección de cromos Maga. La ha terminado después de tres meses. Al final, encontró ese tan difícil del Tucán brasileño. Ya son las nueve menos cuarto. Mi padre nos espera en el Dyane 6 para llevarnos a los marianistas de la Porvera. Hoy tenemos a Don Elías a primera hora. Seguro que nos vuelve a hablar de los conjuntos vacíos. Aún no me ha quedado claro qué es eso... A medio día, nos recoge la madre de Luis. 

Después de almorzar espoleá, que a mi madre le sale de lujo, he bajado mi BH plegable a la calle y me he ido a la plazoleta. Allí está toda la panda. José Mari, Manolín, el Antoñito... Están jugando al bolindre. Como siempre, gana Manolo, que tiene un vicio jugando al “hoyito mío”... Además, como su padre trabaja en la Base, se ha traído bolas americanas superchulas.  Luis propone jugar a otra cosa. Al escondite, a la piola, a la lima, a policías y ladrones, a las chapas... Al otro lado de la calle, las chicas juegan al elástico. A veces, nos quedamos mirándolas y no sabemos por qué. El hermano mayor de Luis dice que es porque nos estamos haciendo mayores. Finalmente jugamos al fútbol. Ponemos dos jerseys y hacen de portería. Lo malo es que cuando pasa un coche tenemos que parar el partido. Cinco veces hemos tenido que parar hoy. A las 7 me he ido a casa de Luis… han empezado los Chiripitifláuticos. Después de ver la tele, su madre nos da un bocadillo de mortadela y nos ponemos a jugar en su casa al parchís. Ya por la noche, me vuelvo a casa. Recojo el casco vacío y me paso por la confitería para comprar el tinto para mi padre y la Casera blanca. 

Por cierto que me he guardado la caperuza. Ya tengo 95 y con otras 300 más me dan un balón de reglamento. Cuando llego, mi padre está viendo “Crónicas de un Pueblo”. Ceno una tortilla a la francesa y me voy a la cama. Leo un capítulo de “Las aventuras de los cinco” y me duermo enseguida. Un día genial. Y entonces despierto del sueño. Y pienso que hoy, 40 años después, mi hijo de tiene reproductor de mp3, la Play 3, la Wii, el móvil de última generación, todas las pelis de Walt Disney en su disco duro, 200 canales en ONO, ordenador portátil, unas nike que cuestan una pasta, clases de fútbol y kárate… Y a veces me dice que qué hacemos, que se aburre… Algo está fallando en esta sociedad. ¿No creen? 

jueves, 16 de julio de 2015

SIESTÓN DEL QUINCE

(Artículo publicado en Viva Jerez el 16.7.2015)
Ayer me desperté a las seis y media de la tarde. Todo un record personal. Casi tres horas de sueño profundo. En la cama, con el aire acondicionado que vaya el calor que hace a mediodía en Jerez, con esa babilla saliendo de las comisuras de mis labios, algún que otro ronquido suave y, eso sí, con las persianas echadas a cal y canto… como Dios manda. Siestón del quince, como diría aquel. Una bendición de esta Iberia en la que me ha tocado nacer, que profeso desde hace años y que perfecciono siempre que me es posible. Nada de sofás incómodos que me obligan a doblar las piernas hasta buscar la mejor posición, butacones sin orejeras que hacen que mi cabeza se mueva más que un tentetieso, ni documentales de animalitos en la sabana africana en la 2. 

Siempre que puedo, me meto en el sobre, agarro celoso la almohada no vaya a ser que se me escape, me echo por encima la colchita de crochet que me hizo mi madre (no en estos días de verano intenso que todo me estorba…), dejo en silencio el móvil y cierro los ojos hasta que mi adorada deidad, el Señor Morfeo, me acoge en su seno y me hace navegar por esos profundos océanos del mundo onírico (¡por Dios, qué cursi me ha salido esta última frase!). En fin, que soy un firme defensor de la siesta vespertina, con mayúsculas. No en vano, considero que es uno de los placeres más agradables que tiene el ser humano y más en veranito. 

Está demostrado científicamente que la siesta mejora la salud en general y la circulación sanguínea y previene el agobio, la presión y el estrés. Además favorece la memoria y los mecanismos de aprendizaje (Todo esto lo que copiado y pegado del Wikipedia, para que vean que es verdad lo que digo). Y es que quién no recuerda esas siestas de verano, bajo la sombra de un árbol, con el sonido de las ramas al viento y los jilgueros cantando. O cuando uno se queda dormido en la playa después de una buena tortilla de papas, tomando el sol bajo la sombrilla, a media tarde, con el rumor constante de las olas… Por ponerle alguna pega a esta sana costumbre, reconozco que tras la siesta necesito un cierto tiempo para retornar al mundo de la vigilia. Durante unos minutos deambulo como un zombie sin rumbo, del dormitorio al baño y de éste a la cocina, en babucha, arrastrando los pies, con los ojos aún entornados y llenos de legañas, el habla estropajosa, despeinado hasta las orejas y poco lúcido, la verdad. Pero balbuciendo entre dientes y con una tímida sonrisa eso de “pedazo de siesta que me he metío entre pecho y espalda. Qué bien me ha sentao”. Uno de los escritores más importantes de la literatura española, el premio Nobel Camilo José Cela, con su sarcasmo habitual, definió como nadie esta sana costumbre tan española, indicando que la siesta había que hacerla “con pijama, Padrenuestro y orinal”. Pues ahí queda eso. Que no tengo más que decir.

miércoles, 1 de julio de 2015

LA BODA

(Artículo publicado en Viva Jerez el 2/7/2015)
Cerró los ojos y la besó. Sus labios se entrelazaron ante la mirada y el aplauso de los invitados. Sintió algo de rubor en sus mejillas y todo su cuerpo comenzó a temblar. Pero ella, con su mirada sonriente, le devolvió esa seguridad de la que se había enamorado dos años atrás. Entonces no creía en el amor a primera vista, ni en flechas mágicas ni en Cupidos. Pero ese día de noviembre, cuando entró en aquel bar y la vio, sentada al fondo, con su iluminada sonrisa, luciendo ese suéter azul turquesa y esos vaqueros, todo pareció oscurecerse a su alrededor. Fue en el instante en que sus miradas se cruzaron cuando comprendieron que el mundo les pertenecía y que nada ni nadie podría impedirlo. Y ahora estaba ahí, junto a ella, en el día más feliz de sus vidas. Miró a sus padres. Recordó el día que les anunció su boda y el profundo daño que le hizo su silencio… y sus miradas. Pero ahí estaban, con sus ojos empapados en alegría y con el orgullo reflejado en sus rostros. Dirigió la mirada al anillo que ahora lucía en su dedo, símbolo de un matrimonio por el que prometió luchar sin descanso. Instintivamente buscó la seguridad de la mano de su amada y la apretó con fuerza. Nada ni nadie era más importante que ella. No imaginaba el resto de vida sin sus caricias, sin su mirada limpia, sin su complicidad. 

A su memoria volvieron entonces recuerdos amargos, indiferencias hirientes, miradas intransigentes de gente sin corazón que nunca intentó ni siquiera comprender. Y recordó su lucha interior por aceptarse tal cual era, y sus tímidos intentos de contarlo a los demás, y las sonrisas maledicentes que le hicieron tanto daño. Pero pronto comprendió que más personas habían sufrido durante años, en silencio, ese calvario de injurias y ofensas. Y aprendió a conocerse, a admitir su condición. Sin propagarla a los cuatro vientos, pero sin esconderla. Y las cosas comenzaron a cambiar. Poco a poco, pero sin vuelta atrás. También en un país al que le costaba dejar atrás una mentalidad anquilosada y en una ciudad que comenzaba a despertar de ese letargo de prejuicios. 

Un difícil camino que ahora quedaba atrás. Volvió a apretar su mano con fuerza y sonrió. Ella se acercó y le susurró al oído. ¡Te quiero, cariño! Sus ojos se empaparon de lágrimas. Nada ni nadie podría separarlas ahora. Eran un matrimonio de pleno derecho, con deberes y obligaciones. Y pensó en el respeto que todo ser humano se merece, al margen de su condición. Y pensó en miles de mujeres y hombres que sufrieron y siguen sufriendo por ser diferentes a la mayoría. Y en el empeño de algunos por negarles la felicidad o por sustraerles el simple nombre de matrimonio. Se sentía mujer. Se sentía persona. Era el día más feliz de su vida y nada ni nadie podría impedirlo.