jueves, 25 de marzo de 2010

PONGAMOS QUE HABLO DE MADRID

El otro día, revisando viejas fotos, encontré una del año 85. Estaba, por aquel entonces, en Madrid “haciéndome un hombre” a la vez que servía a la Patria. La instantánea no era nada original: con unos amigos de “mili” posando en la Puerta del Sol junto al oso y el madroño. No recuerdo sus nombres, porque entonces nos llamábamos por nuestro lugar de origen. Yo era Jerez y en la foto me acompañaban Tenerife, Sabadell, Teruel y Burgos.

Éramos chicos de provincias, que intentaban pasar desapercibidos en medio de una ciudad inmersa en la conocida “movida madrileña”. Pero era imposible escapar. Madrid te envolvía en un hervidero de graffitis y contracultura underground, de fanzines de comics irreverentes, de búsqueda del sentido a una transición reciente, de una revitalización cultural que tuvo como centro el Rockódromo de la Casa de Campo, de un nuevo cine con Almodóvar, Trueba o Colomo y de nuevos conceptos musicales de la mano de Loquillo y Tino Casal, Nacha Pop y Glutamato, Radio Futura o Los Secretos. Amparados bajo el ala del viejo profesor, Tierno Galván, Madrid nos ofreció forma de ver la vida. Compartimos en una ocasión barra de bar con Loquillo en El Penta, lugar de culto musical que aún hoy sigue funcionando en el barrio de Malasaña; vibramos con La Chica de Ayer de Antonio Vega en un irrepetible concierto en Rock-Ola en Avenida de América y nos quedamos paralizados cuando pasó junto a nosotros en el Vía Láctea una joven Alaska que por entonces presentaba La bola de cristal. Eran tiempos de ideales políticos y búsqueda de nuevos horizontes. Nos imbuimos en el ambiente nocturno de Argüelles, en la maraña dominguera del Rastro, en unos desconocidos Mc Donalds y Burguer King que aún no habían bajado Despeñaperros y en una estética de moda punk rock que nos chocaba pero a la vez nos atraía.

Años después, a mediados de los 90, volvimos todos a quedar en la capital. Paseamos por Callao, compramos en El Rastro, comimos en Malasaña y nos fuimos de juerga al Penta y al Vía Láctea. Incluso nos hicimos una foto con el oso y el madroño. Pero Madrid ya no nos envolvía. Todos sentimos esa sensación agridulce al despedirnos. He vuelto varias veces pero ya no me identifico con esa ciudad impersonal y distante, ni tampoco con sus habitantes. Una falta de identidad que aprovechan lícitamente chinos, ecuatorianos o rumanos implantando una cultura que nos es ajena. Añoro mucho ese Madrid de vinilo que tanto marcó mi juventud y que la rueda del propio sistema se encargó finalmente de enterrar bajo el negro asfalto de un nuevo siglo que por entonces llamaba a sus puertas.


jueves, 18 de marzo de 2010

LOS TITOS

(Artículo publicado en Viva Jerez el 18/3/2010).

Les deseo hoy hacer partícipes de la experiencia tan grata que me aporta la cercanía de un grupo de amigos que periódicamente nos reunimos bajo el paraguas de “Los Titos”. Surgió hace unos tres años. Amigos de hace años, amigos de otros amigos, amigos nuevos y otros de sobra conocidos… Una panda heterogénea de compañeros que compartimos experiencias y sonrisas regadas, eso sí, de buen vino y mejores viandas. Escuchando atentamente los chistes y las bromas de Tito Pedro, compartiendo la serenidad reflexiva de Tito Sergio, la juventud sobradamente preparada de Tito Emilio, sonriendo con las ocurrencias del irregular de Tito Manolo, aunándonos a la quietud siempre equilibrada de Tito Antonio, aprendiendo con las lecciones magistrales de Tito Juan y con la asentada voz de la experiencia de Tito Gregorio, o gozando del sempiterno optimismo de Tito Paco. (Alguien debería definir mi aportación al grupo... No soy yo el más indicado). A éstos se le suman algunos otros Titos que se agregan cuando pueden o cuando “los dejan”.

Actualizamos nuestras vidas en poco más de dos horas, tras las cuales nos sumergimos en el café, los chupitos y los tragos largos. El lugar elegido para la ocasión, o la excusa para quedar, es lo de menos. Lo importante es que en el grupo de “Los Titos” no existen fisuras ni dobleces. Es una empatía sin ambages. Nos aceptamos y respetamos tal cual somos. Nadie es más que nadie. Yo, que huyo de la ironía hiriente y del sarcasmo despectivo, me despojo de mi yelmo y mi armadura cada vez que organizamos una “quedada”, con la seguridad de que no me harán falta. El malogrado Tito Juan Andrés, el hombre “en el buen sentido de la palabra bueno”, nos aportó el nombre al grupo, pero también la calidez en torno a la cual nos seguimos reuniendo. Él se marchó para siempre el Domingo de Resurrección del pasado año pero su huella permanece indeleble en nuestro recuerdo. Desde que nos dejó, cada vez que nos reunimos, el primer brindis es para él.

El próximo encuentro, después de Semana Santa, será más emotivo. Tito Paco pedirá a Tito Pedro que lo imite una vez más. Tito Sergio y Tito Esteban recordaremos sus viejas anécdotas y Tito Emilio, Tito Gregorio y Tito Antonio sonreirán complacidos con un purito entre los dedos. Y bridaremos una y otra vez amparándonos en el Carpe Diem, en la fugacidad de la vida, en que nos quiten “lo bailao”, en la importancia del ahora y en la imprecisión del futuro. Y es que, por algo somos algo más que hermanos… somos Titos.

(“La amistad comienza donde termina o concluye el interés”. Cicerón)

miércoles, 10 de marzo de 2010

ESE EXTRAÑO CONOCIDO

(Artículo publicado en Viva Jerez el 11/3/2010)

Salí del trabajo tarde. Hacía frío y una tenue lluvia caía sobre la ciudad. Pasaban las doce de la noche y el centro, a esa hora, estaba desierto. Sólo mis pasos rompían el silente escenario que se presentaba ante mis ojos. Jerez, a esa hora, nos enseña una faz distinta. Son las mismas calles, las mismas plazas, iglesias y monumentos. Pero, un incomparable abanico de sensaciones nuevas se abren en la ciudad a esa hora bruja. Es una serena quietud que invita a andar despacio, saboreando momentos invisibles a la luz del día. La vetusta fachada de “La Abacería”, en pleno corazón de San Miguel, me devolvía con su eco los pasos que despacio me dirigían al coche. Fue entonces cuando lo vi. Estaba sentado en el suelo. Tenía la mirada perdida y el rostro ajado. Reconozco que mi primera reacción fue cambiar de acera. Instinto, supongo. De soslayo advertí que se trataba de uno de tantos vagabundos sin un mundo donde habitar. Pero algo me hizo detener y volver la mirada hacia aquel sujeto menudo que ni siquiera había advertido mi presencia. Ese ser me resultaba conocido.

De repente, nuestras miradas se cruzaron. Fueron varios segundos. Después, él los bajó lentamente mientras los míos se abrían cada vez más. Una lluvia de recuerdos inundó entonces mi cabeza. Aquella fiesta en casa de sus padres, esa excursión a Villaluenga con la pandilla, el día que me acompañó a casa porque la borrachera me impedía dar un paso, cuando me presentó a su primera novia... Hacía años que no lo veía. Pero, sin duda, era él. Alguien me había advertido de su situación. La droga, la maldita y puta droga, lo agarró y su vida tomó una senda distinta y tenebrosa. Rompió con su novia meses antes de casarse, sus salidas de tono en el trabajo provocaron su despido y sus padres y hermanos lo perdieron en algún punto del camino. Y ahí estaba. Con la cabeza gacha y los ojos tristes. Me acerqué, pero mis pasos me delataron y rápidamente se incorporó y comenzó a andar. Lo llamé por su nombre pero no me contestó.

Con pasos inseguros se encaminó calle abajo perdiéndose por esa maraña de calles que se esconden en la Plazuela y al amparo de las sombras de una noche que para él es día. No lo seguí. Decidí respetar esa última llamada a la dignidad que me lanzó con su silencio. Volví sobre mis pasos y entré en el Café Arenal. Pedí un whisky solo, con hielo. Cerré los ojos, bajé la cabeza y apreté los puños en un intento de ahogar el grito de rabia que me consumía.

miércoles, 3 de marzo de 2010

LA MUDANZA

(Artículo publicado en Viva Jerez el 4/3/2010)

Corté por lo sano. Hace un par de meses les hablé de la devoción casi diaria de mis vecinos a jugar a los médicos; una afición muy saludable si se hiciera a horas normales, y no a las cuatro o cinco de la madrugada sobre un colchón de muelles oxidados que se amplifican en el ruido de la noche y que se me colaban por la delgada pared de mi dormitorio una noche si y otra no. Si a ese menester nocturno le unía el arrastre de muebles, el cerrar y abrir puertas o la caída libre de la tapa del wáter tras la micción, podrán imaginar mi cara del día siguiente. Bien, pues como digo, corté por lo sano. Si, me mudé. Después de 5 días seguidos y 18 viajes de ida y vuelta con mi coche hasta la colcha, he conseguido cambiar de domicilio. ¿Alguna vez han hecho una mudanza?. ¡Dios, no sabía cuántas cosas tenía en casa!.

Y es que, casi sin darse cuenta, uno va atesorando a lo largo de su vida objetos y recuerdos en cajones, sobre el armario, en el trastero o bajo la cama. Ahí van algunas perlas. Conseguí reunir hasta 12 cargadores distintos de móviles; 25 pilas de distinto tamaño la mayoría a medio gastar; 79 euros en monedas de 1, 2 y 5 céntimos; 456 pesetas en monedas de 1, 5 y 25; un caballito de mar sobre una cocha marina recuerdo de Benidorm; 8 peines blancos, 4 gorros transparentes de baño, 9 botes de champús y 3 calzadores en sus respectivas fundas con los nombres de hoteles distintos; 5 cassetes vírgenes de 90 minutos; 4 mandos a distancia de vaya usted a saber qué aparatos; 120 gramos de pelusas con denominación de origen que me llamaban por mi nombre por eso de la confianza; dos resguardos de entradas de Miguel Ríos de 1983 en el Estadio Domecq con Leño y Luz Casal como teloneros; 21 calcetines desemparejados; un examen de latín que aprobé con un 6’5; un llavero de la Caja de Ahorros de Jerez y otro de Bodegas Valdespino; 7 rotuladores carioca y 8 bolígrafos sin capuchones; 7 cromos del Barça de Neeskens, Migueli, Rexach y Asensi; 5 tebeos de los de la Familia Ulises, Josechu el Vasco o Petra criada para todo; una raqueta de madera de cuando jugaba al tenis; 6 fichas de dominó; unas páginas amarillas de 1980; tres chuletas de derecho romano enrolladas formando un pequeño papiro…

En fin, una sarta de “recuerdos” de toda una vida que, en la mayoría de los casos, me he resistido a tirar a la basura. Por que cada uno de ellos evoca un momento, un instante, un olor, una vivencia personal e irrepetible. Objetos que se unirán a otros que iré atesorando en los próximos años y que forman parte de mi vida. Por cierto, que las pelusas las he guardado en una cajita de cartón, las pobres….