El otro día, revisando viejas fotos, encontré una del año 85. Estaba, por aquel entonces, en Madrid “haciéndome un hombre” a la vez que servía a la Patria. La instantánea no era nada original: con unos amigos de “mili” posando en la Puerta del Sol junto al oso y el madroño. No recuerdo sus nombres, porque entonces nos llamábamos por nuestro lugar de origen. Yo era Jerez y en la foto me acompañaban Tenerife, Sabadell, Teruel y Burgos.
Éramos chicos de provincias, que intentaban pasar desapercibidos en medio de una ciudad inmersa en la conocida “movida madrileña”. Pero era imposible escapar. Madrid te envolvía en un hervidero de graffitis y contracultura underground, de fanzines de comics irreverentes, de búsqueda del sentido a una transición reciente, de una revitalización cultural que tuvo como centro el Rockódromo de la Casa de Campo, de un nuevo cine con Almodóvar, Trueba o Colomo y de nuevos conceptos musicales de la mano de Loquillo y Tino Casal, Nacha Pop y Glutamato, Radio Futura o Los Secretos. Amparados bajo el ala del viejo profesor, Tierno Galván, Madrid nos ofreció forma de ver la vida. Compartimos en una ocasión barra de bar con Loquillo en El Penta, lugar de culto musical que aún hoy sigue funcionando en el barrio de Malasaña; vibramos con La Chica de Ayer de Antonio Vega en un irrepetible concierto en Rock-Ola en Avenida de América y nos quedamos paralizados cuando pasó junto a nosotros en el Vía Láctea una joven Alaska que por entonces presentaba La bola de cristal. Eran tiempos de ideales políticos y búsqueda de nuevos horizontes. Nos imbuimos en el ambiente nocturno de Argüelles, en la maraña dominguera del Rastro, en unos desconocidos Mc Donalds y Burguer King que aún no habían bajado Despeñaperros y en una estética de moda punk rock que nos chocaba pero a la vez nos atraía.
Años después, a mediados de los 90, volvimos todos a quedar en la capital. Paseamos por Callao, compramos en El Rastro, comimos en Malasaña y nos fuimos de juerga al Penta y al Vía Láctea. Incluso nos hicimos una foto con el oso y el madroño. Pero Madrid ya no nos envolvía. Todos sentimos esa sensación agridulce al despedirnos. He vuelto varias veces pero ya no me identifico con esa ciudad impersonal y distante, ni tampoco con sus habitantes. Una falta de identidad que aprovechan lícitamente chinos, ecuatorianos o rumanos implantando una cultura que nos es ajena. Añoro mucho ese Madrid de vinilo que tanto marcó mi juventud y que la rueda del propio sistema se encargó finalmente de enterrar bajo el negro asfalto de un nuevo siglo que por entonces llamaba a sus puertas.