Sigo sin comprender la causa por la que se hace patente la denominada Ley de Murphy cuando menos interés tenemos en que aparezca. El caso que le cuento es reflejo de cómo esta norma no escrita puede llegar a alterar nuestra razón hasta límites que rozan la locura. Fue este lunes. Debía acudir a una cita muy importante (de las que no aceptan segunda convocatoria) a las 7,30 de la tarde. Afortunadamente –pensé- tenemos una ciudad accesible que nos posibilita cruzarla en coche, de norte a sur, en 15 minutos. Pese a todo, salí de casa más de media hora antes. Y la primera en la frente. Un coche aparcado en segunda fila justamente a la altura del mío. Toqué el claxon una y otra vez hasta que, tras 5 minutos de espera apareció un señor de andar despreocupado y sin aparente prisa que, encima, recriminó mi nerviosismo. Respiré hondo, me callé y tragué saliva.
Por fin arranqué y salí de allí. Miré la hora. Me sobra tiempo, pensé. Al final de la calle me encuentro con una avenida y, delante, un coche de autoescuela. Me armé de paciencia. 4 minutos esperando a que el conductor (seguro que era su primera clase práctica) decidiera incorporarse a la avenida. Tras varios amagos, se decide y cuando giro, el semáforo se torna rojo. 1 minuto después, ya en verde, acelero y al poco otro semáforo en rojo. Y así hasta en cuatro ocasiones. ¿Qué pasa, que al Ayuntamiento le sale más barata la bombillita roja que la verde?. ¡Qué sincronización!. Para colmo, a la mitad de la avenida debo parar porque un colegio en excursión por el centro, y con la profesora al frente, está cruzando por el paso de cebra a paso de tortuga. Empecé a ponerme nervioso. Eran las 7,35. La impaciencia crecía. Nada más podía ocurrirme, pensé. Me equivocaba. Al intentar atajar por una calle de única dirección, el coche de delante se detiene. De él sale una pareja que, sin mediar palabra, abre el capó y comienza a descargar toda la compra del mes. Y como ya no dan bolsas en el Carrefour, pues ¡ala! el marido con la caja de leche en una mano y en la otra la lata de tomate y el paquete de arroz. Y la mujer, con dos bolsas de patatas fritas en una y con los yogures en la otra. Y vuelta a empezar.
Ya son las 7.45 y aún estoy a la mitad del trayecto. Comienza el tic de mi ojo derecho. Por fin terminan y arranco de nuevo. Suena el teléfono y lo cojo. ¿Sí dígame?. ¡Estoy aparcando, le mentí. En dos minutos estoy ahí!. En ese momento un policía local me hace señas para que me detenga. ¡Le tengo que multar por hablar por teléfono!. ¡Aparque en el arcén y espere a que llame a un compañero porque me he quedado sin impresos para la multa!. Vuelve a sonar el teléfono. Ya no lo cojo… ¡Maldito Murphy!.