Dos y media de la madrugada cuando
escribo este artículo. Estoy sentado frente a un escritorio fácil de describir
porque es el que siempre encontramos en cualquier hotel de cuatro estrellas que
se precie. Sobre él, una libretilla en blanco con un bolígrafo que está diciendo
méteme en la maleta junto al gel de baño, la esponja limpiazapatos, el peine y
los pañuelitos de papel que todos nos llevamos de los hoteles. En fin, que aquí
estoy triste, apesadumbrado y con un pesado sentimiento de culpa motivado por
la comilona que acabo de zamparme hace unos minutos entre pecho y espalda.
Semanas de cenas espartanas, danacoles para librarse del colesterol malo, productos
light, leche desnatada, ensaladas con todos sus avíos, tres litros de agua
diarios y cervezas ni olerlas… para esto (mientras digo esto último, observo
con desagrado la barriguita prominente que de la noche a la mañana ha aflorado
en mi apolínea figura).
Todo por la maldita tentación. Por ese diablillo que,
situado a la izquierda de mi hombro, me susurraba al oído que esa barbacoa
llevaba mi nombre. Debería haberle hecho caso al angelito que, a mi derecha, me
alertaba de los efectos de ingerir esos grasientos productos del demonio. Pero
no. Sucumbí y me puse como el quico. Jamoncito, queso bien curado, aceitunitas
de las gordas, langostinos tigre y paté de cabracho con dos jarras de cerveza
hasta arriba… como entrantes. Después, presa y secreto ibérico, longanizas
interminables, choricitos criollos y morcillitas de Burgos, regado todo con un
excelente vino de la Denominación Utiel-Requena (no sé si les dije que este
pasado fin de semana me he venido de visita a esta comarca vitivinícola
valenciana). De postre, mouse de chocolate, chupito de hierbas y dos cubatitas
de ron con cola con unos cacahuetes acaramelados y unas palomitas de maíz que
terminaron de hincharme como un globo. Un homenaje por derecho. Una comilona “de
categoría”, como diría mi amigo Nacho Sacaluga. Pero lo malo ¡qué digo lo malo,
lo peor! estaba por venir.
Era la una de la madrugada cuando me levanté del restaurante
y entonces lo noté. ¿Quién me ha atado a la silla?, pensé. Casi no podía
levantarme de lo lleno que estaba. Pagué y me dirigí al hotel despacio, con un
puntito… digamos que gracioso. Ya por entonces comenzaba a notar un desagradable
sentimiento de culpa por el crimen culinario perpetrado en mi organismo en las últimas
horas y que se hacía patente en la pesadez de estómago que aún perdura. Pensé
que con una buena dormilona se pasaría todo, pero no. Tras cientos de vueltas en
la cama me levanté sudando como un pato y aquí estoy. Frente al ordenador. Pensando
en que la realidad supera, la mayor parte de las veces, cualquiera de las
inspiraciones a las que acudo para escribir artículos como éste. En fin, son
las tres y media y me acuesto. Mañana… será otro día. Un saludo hasta
septiembre para los cinco lectores de Viva Jerez que aún me quedan (contando a
mi padre y a mis titos Pedro, Emilio y Desi). ¿Es usted el quinto? Gracias,
amigo.
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