Echo
de menos jugar en la calle. Dar patadas a un balón entre los adoquines, con las
rodilleras cosidas en los rotos de los pantalones, e intentando marcar algún
gol entre dos jerseys en el suelo que hacían de portería y que teníamos que recoger
cuando pasaba algún coche que, por cierto, no era muy a menudo. Aún recuerdo a
las chicas con coletas jugando al elástico o a la cuerda mientras cantaban “Al pasar la barca, me dijo el barquero…”
o “El cocherito leré...”. Aquellas
tardes en el barrio de San Mateo, en calle Justicia, en la plaza de los
Ángeles, jugando al “esconder” entre las callejuelas de Rincón Malillo mientras
comíamos bocadillos de chocolate “La campana” o de mantequilla con azúcar… La
calle y las plazoletas era nuestro mundo. Probablemente porque las casas de
vecinos eran muy pequeñas como para permanecer todo el santo día dando la lata
a los padres, o quizá porque la tele (ya saben, Televisión Española y el UHF) tenía
una programación limitada a unas horas por la tarde noche. O porque no existía
la Play, los vídeos, el ordenador o los móviles.
Lo cierto es que estábamos
deseando salir a jugar a los sheriff, al beisbol con palos de madera y pelotas
de tenis o a los bolindres con esos bolonchos que nos traían de la base. Y
cuando llovía, escondernos en la casapuerta a esperar a que escampara mientras
jugábamos a las chapas. En la calle había risas, voces, gritos, balonazos,
carreras furtivas en las bicis BH plegables. Quedábamos de un día para otro a
jugar y no nos hacían falta los móviles ni el whatsapp para encontrarnos en
cualquier esquina. Recogíamos cartones de la puerta de la droguería
para venderlos al peso y comprar en los puestos de chucherías los regalís a diez
céntimos, chicles Cheiw a cincuenta y sobres sorpresa a peseta. Nos
subíamos a una tapia frente al Terraza Tempul para ver “de gorra” las películas
de Nadiuska y Susana Estrada mientras comíamos pipas o altramuces. Hacíamos improvisadas
cabañas con cartones y alguna tabla de madera en algún descampado o en el
corral de la casa de vecinos o nos reíamos de los despistados negros de la base
que preguntaban en medio español medio inglés por dónde quedaba la calle
Rompechapines.
Reconozco que eran otros tiempos. Sonrío cuando lo recuerdo y
ello me lleva a añorar una niñez sin problemas. Pero reconocerán conmigo que
las cosas han cambiado, en este sentido, para peor. Ningún padre (esos mismos
que de niños sí lo hicieron) estaría hoy día tranquilo dejando toda la tarde a
un crío de siete u ocho años jugando en la calle. Más coches, más inseguridad,
menos niños con los que jugar… Es probable que, en nuestra generación, no
tuviéramos tantos juguetes, ni tanta televisión, ni tanta electrónica, pero me
pregunto si entonces éramos más felices… Yo lo tengo claro. ¿Y ustedes?.
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