Amo,
a la vez que odio a esta ciudad. Esta aparente contradicción, que tiene una
base empírica de más de 40 años, hace que Jerez me atrape, me cautive entre sus
fronteras invisibles pero, casi en paralelo, me ahogue y presione de tal forma
que preciso salir para tomar aire fresco. Considero que el amor pasional que
tengo por la ciudad que me vio nacer me capacita para criticarla cuando lo crea
oportuno. Jerez, y lo digo sin ambages, sigue siendo un pueblo. Entiéndase esta
sentencia con el mayor cariño que le profeso y con la doble lectura que puede
adoptar este término. Sus más de 200.000 habitantes, ser capital mundial del
caballo y del vino, cuna del flamenco, poseer un colosal Circuito de Velocidad,
un coqueto Aeropuerto o un ejemplar Zoológico, aún no han logrado sustraer al
jerezano de la sensación de que vive en un pueblo, grande, pero pueblo.
Confieso que me atrae la acepción más entrañable de este término, esa que va
íntimamente ligada a adjetivos como bienestar, calidad de vida, cercanía,
tranquilidad o comodidad. Es el otro sentido de la palabra pueblo el que
me produce ese desasosiego interno.
Hablo de actitudes que probablemente sean
inherentes a nuestra tradición pero que no me despojan de una cierta sensación
de ahogo ante comportamientos pueblerinos, utilizado ahora éste en el sentido
más peyorativo. Actitudes como la de muchos que se permiten el lujo de opinar,
de interferir gratuitamente en tu vida privada porque conocen al primo hermano
del cuñado de tu tía abuela. Esos que ven la paja en el ojo ajeno y hacen de
esa máxima una forma de vida. Esos que critican tu forma de vestir, de actuar o
de comportarte. La fauna es diversa: engominados de chaqueta y corbata con su
insignia dorada adherida a la solapa, personajillos con carguillos cuyo único
mérito ha sido tener el carnet de un partido político, señoras que procesionan
al Villamarta para lucir su abrigo nuevo sin saber siquiera qué van a ver,
apellidos ilustres que viven del pasado y a la cuarta pregunta, familias de
golpes en el pecho y misa diaria que no dudarían en apuñalar al amanecer a
quien se ponga en su camino o gentes que proclaman a los cuatro vientos el
cacareado “yo soy” porque no tienen a nadie que les diga “tu eres”.
Seguro que entre
estos especimenes han identificado a algún que otro jerezano. Probablemente yo
mismo o alguno de ustedes adopte sin saberlo alguno de estos roles. Pero lo
cierto es que esos que viven de cara a la galería temiendo el qué dirán son los
que me obligan de vez en cuando a salir de Jerez, a respirar aire fresco en
ciudades donde puedes pasear sin sentir la constante mirada en el cogote de
alguien que juega a ser juez y parte, y sin embargo no ve la viga en su propio
ojo.
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