(Artículo publicado en Viva Jerez el 26.04.2012)
Estaba cansado. El día había sido duro. Mucho trabajo y,
para colmo, me había perdido mi sagrada siesta vespertina que, parafraseando al
malogrado Cela acostumbro a dormirla “con pijama y orinal” (lo del pijama lo
suscribo, lo del orinal… me suena a una guarrada a esta alturas). En fin, que
allí estaba yo después de una dura jornada, recostado en el sofá mientras
comenzaba a sentir cómo los párpados cedían lentamente. Justo después de la
tercera cabezada, decidí acostarme. Eran las diez pero nada me hacía suponer la
nochecita que se avecinaba. Todo fue bien las tres primeras horas pero, al filo
de la una, un zumbido fino, hiriente, desagradable e insoportable me taladró el
tímpano haciéndome despertar al instante. No sé si a ustedes les pasa lo que a
mí, pero me siento incapaz de dormir ante la presencia de un mosquito que no
tiene otra cosa que hacer (y mira que es grande la habitación), que pasearse
desafiante por mi oído emitiendo su inconfundible e insufrible zumbido.
Encendí
la luz, me puse de pié en la cama y armado con mi letal almohada de látex me
dispuse a acecharlo. Lo oía. Sabía que estaba en algún lugar de la habitación,
pero no lo veía. Para colmo, sentí un ligero escozor en la pantorrilla; síntoma
inequívoco de que el maldito insecto volaba con, al menos, una gota de mi
sangre en su panza. De repente lo vi. Estaba posado junto a la mesita de noche.
Respiré hondo, me acerqué despacio, reconocí el terreno y… ¡almohadazo que te
crió!. El resultado fue una lamparita rota y el rolex que había dejado en la
mesita revoleado. Busqué su cadáver sin éxito, así que me volví a acostar con
la sonrisa de la victoria en mis labios. No habían pasado ni diez minutos
cuando volví a sentirlo traspasar mi oído, el tímpano, el martillo, el yunque y
adentrase en lo más hondo de mi cerebro hasta hacerme perder los nervios.
Vuelta a encender la luz y a trazar una nueva estrategia. Así toda la noche hasta
que el reloj no marcó las seis.
Recuerdo el momento como si lo estuviera
viendo. Ese mosquito, descansando tan plácidamente en el techo y esa almohada de
látex impactando sobre él. No lo toqué. Allí quedó para la posteridad.
Aplastado, ensangrentado y pegado al techo. Cada noche, al acostarme elevo mi
mirada y lo veo. Estoy seguro que es la mejor advertencia para otros congéneres
que quieran desafiarme. ¿Qué se han creído?. ¡No saben con quién están
tratando!. ¡Vamos, hombre!. Y es que yo
soy así…
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