(Artículo publicado en Viva Jerez el 22/3/2012)
Era tarde y hacía frío. Pasaban las doce de la noche y el
centro estaba desierto. Sólo mis pasos rompían el silente escenario que se
presentaba ante mis ojos. Jerez, a esa
hora, nos enseña una faz distinta. Son las mismas calles, las mismas plazas,
iglesias y monumentos. Pero, un incomparable abanico de sensaciones nuevas se
abren en la ciudad a esa hora bruja. Es una serena quietud que invita a andar
despacio, saboreando momentos invisibles a la luz del día. La vetusta fachada
del Palacio de Villapanés, en pleno corazón de San Miguel, me devolvía con su
eco los pasos que despacio me dirigían al coche.
Fue entonces cuando lo vi.
Estaba sentado en el suelo, encorvado, junto a un litro de cerveza a medio
acabar. Tenía la mirada perdida y el rostro ajado. Reconozco que mi primera reacción fue cambiar
de acera. Instinto, supongo. De soslayo advertí que se trataba de uno de tantos
vagabundos sin un mundo donde habitar. Alguien a quien la vida la había llevado
por derroteros marginales. Pero algo me hizo detener y volver la mirada hacia
aquel sujeto menudo que ni siquiera había advertido mi presencia. Ese ser me
resultaba extrañamente conocido. De repente, nuestras miradas se cruzaron.
Fueron varios segundos. Después, él los bajó lentamente mientras los míos se
abrían cada vez más. Una lluvia de recuerdos inundó entonces mi cabeza. Aquella
fiesta en casa de sus padres, esa excursión a Villaluenga con la pandilla, el
día que me acompañó a casa porque los efectos de una noche de juerga me impedían
dar un paso, cuando me presentó a su primera novia... Hacía años que no lo
veía. Pero, sin duda, era él. Entonces recordé que hace unos meses alguien me
había advertido de su situación. La droga, la maldita y puta droga, lo agarró y
su vida tomó una senda distinta y tenebrosa. Rompió con su novia meses antes de
casarse, sus ausencias y salidas de tono en el trabajo provocaron su despido y
sus padres y hermanos lo perdieron en algún punto del camino.
Y ahí estaba. Con
la cabeza gacha y los ojos tristes. Una oscura sombra de lo que fue. Me acerqué
con el ánimo de hablar con él, pero mis pasos me delataron y rápidamente se
incorporó. Lo llamé por su nombre pero no me contestó. Con pasos inseguros y
titubeantes se encaminó calle abajo perdiéndose por esa maraña de calles que se
esconden en la Plazuela y al amparo de las sombras de una noche que para él es
día. No lo seguí. Decidí respetar esa última llamada a la dignidad que me lanzó
con su silencio. Cogí el coche y busqué algún bar abierto. Pedí un whisky
doble, con hielo. Cerré los ojos, bajé la cabeza y apreté los puños en un
intento de ahogar el grito de rabia que me consumía.
Muy bueno, me ha recordado a tu colega, Carlos Manuel Lopez, al que mucho quería.-Jose M. Melero.-
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