Era una chica alta, morena, de ojos color miel y sonrisa cautivadora. Cada día intentaba sentarme cerca de ella en un intento de que se fijara en mí. Un día, en la biblioteca de la Facultad, se sentó a mi lado, abrió un libro y comenzó a tomar apuntes. Y me lancé. Hablamos del curso, de los exámenes. Acabamos en el bar tomando café. Quedamos en vernos al día siguiente, y así estuvimos tres semanas. Hasta que volví a lanzarme y le pedí una cita. El sábado, le dije, te recojo a las ocho en tu casa.
Lo preparé todo. Elegí el restaurante, el lugar de copas y me compré una camisa. Lavé mi Seat Ritmo e incluso le compré esterillas nuevas. Todo debía resultar perfecto. Y llegó el día. Salí quince minutos antes de casa para no llegar tarde. Abrí la puerta del coche y… ¡Ahhh!. Una bofetada de olor nauseabundo penetró en mi nariz y me llegó hasta lo más hondo. ¡Qué peste, por Dios!. Todo el coche olía a podrido. Y entonces caí. La tarde anterior había dejado la bolsa de basura en el maletero con la idea de tirarla al contenedor… Y allí continuaba. Además, y pese a ser octubre, la mañana había sido calurosa y aquello se había recalentado, incluso hervido a pleno sol. Miré el reloj. Quedaban quince minutos para recogerla. Saqué la bolsa, que por cierto estaba agujereada y chorreaba un extraño líquido pastoso, abrí las ventanillas y accioné el ventilador del coche. Ni por esas. Volví a casa en busca de un ambientador. Pero la mezcla de olor a pino con el de cáscaras de plátano, espaguetis y las sobras de las sardinas era aún peor. Faltaban cinco minutos y arranqué. A ver si a gran velocidad y con las ventanillas abiertas se iba el olor. Nada. Noté que la gente me miraba con asco cuando me paraba en los semáforos. Llegué quince minutos tarde. Allí estaba. Preciosa, radiante. Y yo, sudando, con el pelo revuelto de la ventolera que había entrado en el coche con las ventanillas abiertas y con cara de circunstancias. ¿Qué te pasa?. Me dijo. No hizo falta responderle. Sus ojos abiertos y su cara de asco lo decían todo. Pese a todo, entró. Me justifiqué diciéndole que si antes olía peor, que si el Ayuntamiento había puesto el contenedor muy lejos de casa y… No habló.
En el restaurante el camarero nos sirvió con gesto constreñido, como aguantando la respiración, mientras los clientes olisqueaban girando la cabeza en busca del foco del mal olor. Ella, con la cabeza gacha, se limitó a hablar poco y responder con monosílabos. Un sospechoso dolor de cabeza fue la excusa para marcharse antes del postre. ¿Te llevo?. ¡No!, dijo ella. Mejor cojo un taxi. Tardé dos semanas en ir a la Facultad de la vergüenza que tenía. Un hola y adiós fue lo único que conseguí de la chica de los ojos color miel. Eso y una fama de guarro que me duró todo el curso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario