En estos últimos meses me he topado con una realidad que
viene a refrendar esa máxima que dice que el fútbol no es el deporte nacional
en este país… si no la envidia. Y Jerez, por mucho que me pese, podría impartir
un máster internacional sobre este denominado “pecado capital”. Me apena que
esta ciudad no acabe de despegar a causa de los palos que introducimos en las
ruedas de aquellos que únicamente piensan en cambiar lo establecido. Me da
rabia que en los corrillos más rancios y casposos de esta sociedad se eche por tierra
a jerezanos cuyo único pecado fue intentar romper, escapar de esa cúpula de
cristal que algunos construyeron uniendo los cuatro puntos cardinales que van
desde Doña Blanca a Cañada Ancha, y desde la Laguna de Medina a la Carretera
del Calvario. Y todo fruto de un conservador inmovilismo propio de pueblos sin
estación que pretenden amarrar a sus convecinos con la larga soga de la
tradición.
En otro artículo, hace años, hablé de Jerez como un pueblo con
aspiraciones a ser ciudad aludiendo a determinadas actitudes que se anclaban entre
el adobe que sostienen sus murallas. Y entonces (como supongo me ocurrirá ahora)
sufrí las más feroces críticas que me recordaban que si tenemos más de 200.000 habitantes,
que si nuestra Feria es la mejor del mundo, que si nuestra Semana Santa es la
número uno, que si somos la ciudad del motor, del flamenco, del vino, del
caballo… ¿Y qué? ¿Qué hay de malo en criticar la ciudad en la que uno ha nacido
si lo que únicamente se persigue es que deje de mirarse el ombligo y se
desprenda de sus anquilosadas ataduras? No nos engañemos. Jerez tiene potencial
en todos los ámbitos, y personas que son capaces de tirar del carro. Pero antes
debemos olvidar las zancadillas, las trabas.
Espero que esta ciudad alcance un
día a comprender que no vivimos aislados. Que, antes al contrario, sobrevivimos
en una comunidad de intereses comunes y que todo lo bueno que le suceda a mi
vecino, amigo o conocido repercutirá antes o después, directa o indirectamente,
en nuestro propio beneficio. Que alegrarse por el mal ajeno es el consuelo de
unos pocos tontos. Y que la envidia no deja de ser ese ahogado sentimiento de
rabia que surge de la ceguera de quienes no ven más allá de la Cuesta del Chorizo.
Deseo que esta ciudad entierre de una vez por todas la vergüenza ajena y el qué
dirán. Que nos sobrepongamos a nuestros miedos y hagamos añicos ese techo de
cristal. Que extendamos la mano para ayudar no para hundir. Y espero que los
profetas que un día huyeron vuelvan a su propia tierra reconocidos como tales y
que puedan pasear por la calle Larga sin temor a los cuchicheos y envidias
malsanas de malas marujas y marujos que flaco favor hacen a uno de los rincones
más bellos del mundo.
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