(Artículo publicado en Viva Jerez el 18.9.2014)
¡Chas! ¡No puede ser! Cerré los ojos temiéndome lo peor, aunque por el olor que ya me llegaba y por
lo resbaloso que se había convertido el suelo de repente, la cosa no pintaba nada bien. Y todo, en traje de chaqueta camino a una reunión de trabajo. Miré hacia abajo a la vez que levantaba mi pie derecho de la acera y… En fin, que no les voy a describir la escatológica escena, pero desagradable era un rato. Comencé a saltar a la pata coja con el fin de no “extender” el regalito por toda la acera. Buscaba, no sé, algún matojo, piedrecillas, algo con lo que limpiar el zapato que, para más inri, contaba con una suela con relieve donde se había aposentado esa cosa pestilente. Al fin encontré un lugar donde limpiar todo aquello. Froté el pie enérgicamente pero, por más que lo intentaba, no quedaba del todo bien. Siempre quedaba algo entre las ranuras.
Fue entonces cuando lo vi. Allí estaba, corriendo suelto por el parque, saltando para atrapar la pelotita que su dueño le lanzaba. Éste, por cierto, llevaba en su mano izquierda la correa recogida ¿Sería ese perrito el culpable? En principio lo descarté. Era demasiado pequeño para hacer tal deposición. ¿O no? Igual se despertó con colitis aguda, pensé. A esas alturas, ya me había sentado en un banco, quitado el zapato y con un palito intentaba desprender esa cosa marrón que se resistía a salir impregnada entre las recónditas ondulaciones de la suela. Recordé las campañas municipales que hablaban de lo incívico de sacar los perros sin correa y de la necesidad de llevar bolsitas y todo eso. De repente se acercó. Pensé en olisquearle las posaderas (al perro, no al dueño) a fin de tener la prueba definitiva, pero me parecía ir demasiado lejos. Al fin acabé la limpieza. Me puse el zapato, me até los cordones y miré el reloj. Aún llegaba a tiempo de la reunión. Así que me dispuse a continuar mi camino. Tras haber recorrido unos 50 metros, algo me hizo volver la cabeza. No sé, quizás una intuición. Y allí estaba el perrito, en posición, dispuesto a soltar otro regalito en plena acera. Y vaya que lo soltó. Miré al dueño y éste miró la caquita de su mascota. Se metió una mano en su bolsillo. Sacará la bolsita y lo recogerá, pensé. Pero lo que sacó fue otra pelotita que la lanzó lejos para que el perrito huyera presto del lugar. No podía creerme lo que estaba viendo.
Ya me disponía a increparle cuando observé a una pareja de la policía local. Vi el cielo abierto. Les conté lo sucedido, les indiqué el lugar de la infracción, del joven y de su perro. Y esperé. Ya no tenía prisa. Estaba lejos, no podía oír nada, pero por los gestos se entendía todo. Cómo el joven encogía los hombros y bajaba la cabeza. El policía señalando al perro, a la caca y la correa que llevaba el dueño en la mano... Me quedé un par de minutos más para ver cómo rellenaba la multa y se la entregaba en mano… Y seguí la marcha. Sí, era un chivato, pero qué bien me sentía…
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