Pabellón de Marinos Ilustres (San Fernando) |
(Artículo publicado en Viva Jerez el 17/5/2012)
Di un respingo. Se me heló la sangre
y empecé a sudar pese a que era de madrugada y la temperatura no subía de los 6
grados. La voz era inconfundible. Alguien me había llamado por mi nombre en el
interior de ese Panteón. Y allí no había nadie, al menos, nadie vivo… Fue en
febrero de 1985. Cumplía servicio militar en San Fernando, como cabo segunda,
en la Escuela de Suboficiales de la Marina. Esa noche hice mi primera guardia
pernocta en el Panteón de Marinos Ilustres. Un impresionante edificio de estilo
neoclásico que alberga los restos de, entre otros, Fernando de Magallanes,
Alonso Pinzón, Durán González, Juan de la Cosa, Alcalá Galiano y otros héroes
de la batalla de Trafalgar… Casi un centenar de enterramientos que si durante
el día impresionan, en la noche, en silencio, con una luz tenue que deja ver
sombras imposibles, acongojan.
Y allí estaba yo. Bajé el Cetme del hombro y lo
agarré con fuerza. Por un momento pensé que se trataba de una mala jugada por
el sueño que a esa hora empezaba a notarse tras una dura jornada de
instrucción. Pero la voz reapareció. Era casi imperceptible, susurrante, pero
clara. “Estebaaan….” Provenía de la tumba donde se supone que
están los restos de Cristóbal Colon (ya saben que hay debates a cerca del lugar
donde está enterrado, pero esa… es otra historia). En fin, que atendiendo a mi
deber pedí en voz alta el santo y seña. Mi voz resonó con fuerza en el interior
de ese templo. Tiritaba de miedo y frío. Tenía seca la garganta. Mis manos
sostenían con fuerza el Cetme mientras mi dedo temblaba mientras rozaba el
gatillo. Por fortuna, no había quitado el seguro. Tragué saliva. ¿Y si Colon me
quería decir algo?. ¿Y si Don Cristóbal me había elegido a mí para que
transmitiera al mundo un mensaje sobre su vida o sus conquistas?. ¡Cielos, qué
responsabilidad!. Me acerqué despacio mientras pisaba con mis férreas botas
militares las lápidas de héroes de la marina española. Estaba ya a 5 metros. “Santo y seña”, repetí. Nada.
Respiré
hondo. Me armé de valor y… ¡Salí corriendo!. Sí, me asusté y salí del templo
como alma que lleva el diablo. Justo en la puerta… el sargento de guardia. ¡A
sus órdenes, mi sargento!. ¿Qué le pasa, cabo?. Bueno, no sé por donde empezar.
¿No será que Colón le ha llamado por su nombre?. Lo miré pasmado. ¿Cómo lo sabía?.
¿O es que era costumbre que Don Cristóbal llamara por su nombre a todos los que
hacía guardia en el Panteón?. De repente, observé una ligera sonrisa en su
rostro. Y adiviné lo que pasaba. Sí. Era la novatada al pringado de turno. Y
ese… era yo. Volví la cabeza y de detrás de la tumba aparecieron otros dos
cabos llorando… de la risa. Parecía Alfredo Landa en “Cateto a Babor”. Creo que
es la primera vez que lo cuento. La vergüenza que pasé, supongo. Han pasado
años, si, pero aún recuerdo las risas y el choteo del Cabo Maldonado diciéndome
al oído… Esteban, Estebaaann, soy Don Cristóbal...
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