(Artículo publicado en Viva Jerez el 8/4/2010)
Parece que nunca va a llegar el día. Los hombres vivimos felices en nuestra ignorancia creyendo ingenuos que a ellas se les pasará la cita. Pero al final ese aciago día llega. Es la tarde de un sábado cualquiera. Apaciblemente sentados en el sofá o en nuestro sillón favorito nos disponemos a echar una merecida siestecita con la última peli del “Cine de barrio” cuando, en ese momento, aparece nuestra mujer y nos dice sugerente ¿Me acompañas a comprar ropa?. Un sudor frío recorre en ese momento la frente al imaginarnos el mal trago que nos aguarda. Un temblor se apodera de todo nuestro ser. Lo primero que se te pasa por la cabeza es poner una excusa. La más recurrida es “cariño, me duele la cabeza”, pero ¡ojo!, porque esa evasiva la inventaron ellas, y para nosotros no cuela. Se echa entonces mano de un rosario de justificaciones que va desde aludir al cansancio a que finalmente arreglarás ese grifo que gotea. Pero todo es inútil y, por arte de birlibirloque en un abrir y cerrar de ojos te ves entrando en el Hipermercado con la cabeza gacha y cara de cordero degollado preparado para vivir una experiencia sobrenatural.
Preguntar cuánto tiempo sufrirás el mal trago es absurdo. Siempre dirán que media hora, que necesitan una falda a juego con esa chaqueta beig que le sienta tan bien. ¡Mienten!. La media hora se convertirá en dos, tres o cuatro en el mejor de los casos. Y es que está científicamente comprobado que las manecillas del reloj pierden su cadencia al entrar en la sección de ropa con la pareja de uno. El tiempo se dilata y todo discurre a cámara lenta. Es entonces cuando observas la mirada solidaria de otros hombres que se esfuerzan en sonreírte en un gesto de complicidad mientras con sus rostros amarillos deambulan como zombis sin alma tras sus compulsivas mujeres. Pacientes esposos con ojos entornados y mirada perdida que sortean stands de ropa mientras su esposa entra y sale del probador, se pierde y vuelve a aparecer entre estanterías. Sufridos maridos aguantando con entereza a la puerta del probador eso de “¿Me sienta bien, cariño?” “¿Parezco más delgada ahora?” o “Tráeme la talla 36 de esa falda marrón”. Santos Job que, por su infinita paciencia, bien merecerían un monumento al esposo desconocido en alguna de las innumerables rotondas con que cuenta esta ciudad.
Propongo que sea un lugar de peregrinación y culto donde nunca falte una corona de laurel, un ramo de flores y una llama perpetua en honor de esos sufridos hombres. (La próxima semana hablaré de “esas sufridas mujeres”. Ya saben, por aquello de la paridad...).
No hay comentarios:
Publicar un comentario