Seguro que los han visto alguna vez. Deambulan por las calles, generalmente durante el verano, con una mirada de indiferencia y con unos aires de superioridad al volante que rozan lo grotesco. A decir verdad todo en ellos roza lo ridículo. Un examen psicológico advertiría en este tipo de horteras una imperiosa necesidad de protagonismo que esta sociedad les ha negado, quizá porque los músculos o la pose de gallito machista ya no impresionan a las mujeres, ni por supuesto infunden temor o respeto a los hombres. Así, en su deseo inconsciente de ser el centro de todas las miradas, recurren a otros elementos como el coche. Es aquí donde el hortera se siente como en casa. Todo su universo gira en torno a su “buga” al que en ocasiones tunea y dota de un costoso equipo musical con muchos watios y grandes bafles.
El conjunto del que denominaremos “Joven hortera” se completa con una música estridente con elevadas cotas de graves y agudos que les haga hablar a voces, unas gafas oscuras (a ser posible de espejo), camiseta sin mangas, algún tatuaje indescifrable en el hombro y un par de tubos de escape color metalizado que sobresalgan bien por la parte trasera. Este es un claro ejemplo de la evolución de la especie, ya que deriva de un subgénero en decadencia asociado a esta tipología al que denominaremos el “Hortera senil”. Es fácil distinguirlo. Peina canas (a veces ni eso), conduce un Seat Supermiriafiori o similar con alerón trasero, su discografía se basa en Los Chichos o Camela, lleva la camisa desabrochada para así mostrar su “pecho lobo”, el tatuaje muestra un claro “Amor de madre” y aún son fieles al cassete. En ambos casos, es indispensable llevar las ventanillas abiertas para que el viandante gire la mirada al paso de esa discoteca rodante. Sea verano o invierno. Haga un sol de justicia o llueva torrencialmente.
El hortera debe conseguir su objetivo y rentabilizar su inversión aunque sea a costa una pulmonía o una insolación. Otra característica es que deambulan sin rumbo fijo. De día se les ve por las calles más concurridas sin un destino determinado y por la noche recorren las zonas de movida en busca de la mirada cómplice de alguna “churri o chati” que comparta su condición horteril. Si se topan con ellos por la calle, no se preocupen. Son inofensivos. Solo provocan un leve dolor de oídos y una sonrisa irónica. Y eso sí, mucha, muchísima vergüenza ajena.
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