miércoles, 29 de julio de 2009

ADOLFO


Fue hace poco más de un mes. Entré en la redacción y allí estaba él. Sentado frente al ordenador, con su sempiterno rostro enjuto, ensimismado quizás en alguna noticia que encajar a última hora en el informativo. Lo observé unos segundos, probablemente con la misma mirada de admiración que le dirigí el primer día que se incorporó al equipo de Onda Jerez, hace ahora unos quince años. Ya entonces, a los pocos minutos de hacerse cargo de la jefatura de informativos, vislumbré que me hallaba ante un periodista de raza, de esos que siempre pones ejemplo del buen hacer en esta profesión. Serio a la par que irónico y mordaz, Adolfo llegó amparado por una trayectoria periodística curtida en mil batallas. Sabía, como nadie, encajar las aristas de la información para dar forma a una noticia y así nos lo hizo ver.

Me acerqué a su despacho y me senté frente a él. “¿Cómo estás?”, le dije. Sonriendo me contestó que bien mientras asentía con la cabeza. Nos miramos fijamente unos segundos sin decir nada. Intenté en vano escrutar en el interior de esa sonrisa, máscara de una desazón que no le había abandonado desde que hace 26 meses le dieran la noticia que nunca nadie querría oír. Fue después de la Feria de 2007. Se lo dijeron de sopetón, mirándolo a la cara, sin contemplaciones. Quería llorar, gritar, soltar todo lo que llevaba dentro, pero pensó que tal vez ocurría como cuando muere algún familiar cercano. Que se activa un mecanismo de defensa que impide la aceptación de lo ocurrido. Fueron varios días, semanas quizás. Después, afloró la valentía de la que había hecho gala durante toda su vida, y se aferró a ella con todas su fuerzas. A esa rutina maravillosa que da sentido a la existencia. Pensó que la vida era demasiado extraordinaria como para bajarse en marcha. Y se volcó en su familia, en su trabajo... y en el conocimiento de su enfermedad.

“Pasado mañana me voy a Navarra, a otra sesión de quimio”. No quise seguir la conversación. Su voz, casi apagada, denotaba un cansancio físico que ya comenzaba a atacarle la moral. Me levanté dirigiéndole un guiño de complicidad que me devolvió complacido. Antes de cerrar la puerta de su despacho volví a mirarlo. Pensé que la fuerza de Adolfo estribaba en su capacidad para normalizar y aceptar una situación extrema que, a cualquier otro, hubiera desgarrado el alma. Fue la última vez que lo vi. Ayer, su familia, amigos y compañeros le dimos el último adiós. Hasta siempre, Adolfo.

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