Crujiente,
sabroso, condimentado con pimentón, sal o pimienta negra en grano. En taquitos
o en lonchas. Acompañado por un buen mosto de Trebujena, unos rabanitos y un
ajo caliente. En casa, en el bar de la esquina o en una viña o venta. De
Chiclana o de Jerez. Solo o en manteca colorá, frío o calentito, con picos o
con pan de campo de la Venta Las Cuevas. Chicharrón. Tan sólo con pronunciar
esta palabra se me hace la boca agua y evoco esos días entresemana en los que
la calle Justicia donde nací olía a chicharrones recién hechos. Desde primera
hora, en la carnicería de la esquina, fundían la grasa o manteca de cerdo y los
trocitos de carne recubiertos de parte de la grasa fundida. Ese olor, que
recorría la collación de San Juan colándose por cada una de sus ventanas y
casapuertas abiertas, se me ha quedado desde entonces impregnado en la
pituitaria.
De vez en cuando, renace ese cálido aroma a colesterol puro cuando
paseo junto a algunas de las carnicerías de la ciudad, como la de Vicente, en
la calle Diego Fernández Herrera. Y entonces, me traslado a esos años de mi
niñez, en los que mi madre me mandaba a la carnicería de Manolo, en la calle
San Juan, a comprar un cartucho de chicharrones calentitos, recién hechos. Yo
cogía ese papel de estraza y, de camino a casa, pillaba furtivamente el primero
que veía y me lo metía en la boca degustando ese exquisito manjar. Hoy, con el
peso de los años (y de los kilos de más, porqué no decirlo), me resisto a caer
en la tentación de comprarlos. Aunque otra cosa es que te lo pongan en la mesa
en alguna comida de compromiso o en alguna barbacoa como a la que asistí hace
unas semanas en casa de mi amigo Toni Rodríguez. En ese caso, reconozco mi
falta de voluntad cayendo irremisiblemente en su degustación, cerrando los ojos
para no perder comba del momento, y masticando lentamente para sentir mejor
todos sus matices. Algo parecido me pasa cuando voy a un bar y, sobre el
mostrador, observo una gran cazuela de barro rebosante de chicharrones.
Debería
estar prohibido y castigado con penas de prisión perpetua, porque es una
tentación a la que es difícil sustraerse. Los chicharrones te miran y tú los
miras. Alejas la mirada pero ahí están, como diciendo “cómeme”. Y entonces
levantas la mano. ¡Jefe, una tapita de chicharrones!. Y ahí están. La copita de
Tío Pepe a tu diestra, los chicharrones a tu siniestra y enfrente un platito de
picos. Eres consciente de que, justo cuando termines de comértelos, aparecerá
un sentimiento de culpa acompañado de un sincero arrepentimiento y la promesa
de no volver a probarlos por aquello de la dieta y de los quilos de más. Pero
¿qué se le va a hacer?. Están tan buenos… ¡A ver si alguien inventa los
chicharrones light!. El éxito estaría asegurado. Yo… el primero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario