miércoles, 25 de septiembre de 2013

CHICHARRÓN


(Artículo publicado en Viva Jerez el 26/9/2013)
Crujiente, sabroso, condimentado con pimentón, sal o pimienta negra en grano. En taquitos o en lonchas. Acompañado por un buen mosto de Trebujena, unos rabanitos y un ajo caliente. En casa, en el bar de la esquina o en una viña o venta. De Chiclana o de Jerez. Solo o en manteca colorá, frío o calentito, con picos o con pan de campo de la Venta Las Cuevas. Chicharrón. Tan sólo con pronunciar esta palabra se me hace la boca agua y evoco esos días entresemana en los que la calle Justicia donde nací olía a chicharrones recién hechos. Desde primera hora, en la carnicería de la esquina, fundían la grasa o manteca de cerdo y los trocitos de carne recubiertos de parte de la grasa fundida. Ese olor, que recorría la collación de San Juan colándose por cada una de sus ventanas y casapuertas abiertas, se me ha quedado desde entonces impregnado en la pituitaria. 

De vez en cuando, renace ese cálido aroma a colesterol puro cuando paseo junto a algunas de las carnicerías de la ciudad, como la de Vicente, en la calle Diego Fernández Herrera. Y entonces, me traslado a esos años de mi niñez, en los que mi madre me mandaba a la carnicería de Manolo, en la calle San Juan, a comprar un cartucho de chicharrones calentitos, recién hechos. Yo cogía ese papel de estraza y, de camino a casa, pillaba furtivamente el primero que veía y me lo metía en la boca degustando ese exquisito manjar. Hoy, con el peso de los años (y de los kilos de más, porqué no decirlo), me resisto a caer en la tentación de comprarlos. Aunque otra cosa es que te lo pongan en la mesa en alguna comida de compromiso o en alguna barbacoa como a la que asistí hace unas semanas en casa de mi amigo Toni Rodríguez. En ese caso, reconozco mi falta de voluntad cayendo irremisiblemente en su degustación, cerrando los ojos para no perder comba del momento, y masticando lentamente para sentir mejor todos sus matices. Algo parecido me pasa cuando voy a un bar y, sobre el mostrador, observo una gran cazuela de barro rebosante de chicharrones. 

Debería estar prohibido y castigado con penas de prisión perpetua, porque es una tentación a la que es difícil sustraerse. Los chicharrones te miran y tú los miras. Alejas la mirada pero ahí están, como diciendo “cómeme”. Y entonces levantas la mano. ¡Jefe, una tapita de chicharrones!. Y ahí están. La copita de Tío Pepe a tu diestra, los chicharrones a tu siniestra y enfrente un platito de picos. Eres consciente de que, justo cuando termines de comértelos, aparecerá un sentimiento de culpa acompañado de un sincero arrepentimiento y la promesa de no volver a probarlos por aquello de la dieta y de los quilos de más. Pero ¿qué se le va a hacer?. Están tan buenos… ¡A ver si alguien inventa los chicharrones light!. El éxito estaría asegurado. Yo… el primero. 

jueves, 19 de septiembre de 2013

EL ESCENARIO

(Artículo publicado en Viva Jerez el 19/9/2013)
En ocasiones, sentarse delante de un ordenador con la esperanza de escribir un artículo con sentido, chisposo o simplemente con coherencia, se hace muy cuesta arriba cuando tu espíritu divaga por oscuros lares de inquietud. No corren buenos tiempos para casi nadie. El desasosiego por el presente y por el futuro que se nos avecina apaga la tenue llama de optimismo que cada mañana se enciende en nuestros corazones. La esperanza y la ilusión acaban sepultadas por la realidad. Quizá porque hasta ahora, muchos hemos venido observando el escenario desde el patio de butacas, ajenos a la representación que veíamos sobre las tablas. Pero todo acaba. De un tiempo a esta parte, decenas de nuevos actores sin experiencia se han visto forzados a subir al escenario abandonando ese cómodo patio de butacas en el que estaban felizmente sentados. A veces, alguno logra bajar y volver a sentarse. Pero solo un rato. Al poco tiempo, el acomodador le insta a volver a un escenario que, en los últimos años, se ha visto desbordado de actores noveles. Y, paradojas de la vida, cada vez hay menos butacas. En ocasiones, alguna queda vacía porque su ocupante se marcha a su casa a descansar. Pero nadie la vuelve a ocupar. La retiran y la guardan en una habitación oscura a la espera de mejores tiempos. 

¿Culpas?. Todos tenemos alguna parte. Los dueños del Teatro, los actuales y los que les precedieron, por no saber llevar bien una gestión para la que fueron elegidos por todos. Los señores del puro porque nos prestaron alegremente el dinero para tener la mejor butaca y el mejor sitio para ver la representación, y ahora, no sólo cierran el puño, sino que nos amenazan con quitarnos el asiento para siempre. Y nosotros, todos, por creernos la falacia de que asistíamos a la mejor representación en el mejor teatro, por dejarnos embriagar por los focos de colores que iluminaban el escenario sin ver que todo era puro teatro y que tras el decorado solo había cables, tablas de madera y la oscuridad más absoluta. No nos percatamos que alguien había cambiado los carteles de la puerta y que la función ya no era una comedia sino un drama. ¿Y ahora, qué hacemos?. 

Algunos ya han comenzado a protestar y acampan a las puertas del teatro. Otros abuchean y patalean sobre el escenario en un intento de hacerles ver a los dueños del teatro, a los señores del puro y al público que la obra no les gusta y que debe cambiarse. Pero son pocos aún. Hace falta más ruido. El suficiente para que los dueños del Teatro aumenten su aforo y vuelvan a poner las butacas. Para que los del puro reabran sus puños cerrados. El suficiente como para que vuelva la comedia al escenario y los actores sin experiencia al patio de butacas, que es donde deben estar… Sin saber cómo he terminado de escribir. Y creo que me ha servido de terapia para encarar con optimismo un futuro en el que ahora creo. Todavía podemos cambiar el guión. Es difícil pero no imposible. Globos verdes color esperanza se dejan ver ya por el horizonte. 

jueves, 12 de septiembre de 2013

ANTONIO


(Artículo publicado en Viva Jerez el 12.9.2013)
Lo recuerdo enjuto, alto, espigado. Pasaba cada día por la puerta de mi casa y mi madre le compraba aceitunas, tagarninas, caracoles, espárragos o lo que llevara en sus cestos colgados a horcajadas en su bicicleta BH. Antonio, que así se llamaba, era padre de cuatro hijos pequeños y sacaba adelante a su familia vendiendo por las calles lo que sus manos habían recogido de madrugada en el campo. Su sempiterna sonrisa y su voz cantarina anunciando su llegada aún las tengo grabadas en mi memoria. Sobre las dos de la tarde, Antonio se dejaba ver calle Justicia arriba y, en ocasiones, me daba un regaliz o un caramelo de menta con un guiño de complicidad “no se lo digas a mamá, que si no después no comes...”. Y entonces, yo salía corriendo escaleras arriba gritando “mamá, mamá, que ha llegado Antonio”, mientras escondía el regaliz en el bolsillo. 

Una tarde apareció en una Montesa que había comprado de segunda mano. Me alegré. Así, nos dijo, me da tiempo a recorrer más calles y vender más. En ocasiones, le acompañaba su hijo Fernando, de mi edad, que le ayudaba a envolver en papel de estraza los arencones, a pesar el cuarto y mitad de las aceitunas o a meter en pequeñas bolsitas los caracoles. Años en los que los hijos fueron creciendo y de una casa de vecinos cerca de San Lucas la familia pasó a un piso de tres habitaciones en La Coronación; y de la Montesa pasó a una furgoneta que además le servía para llevar a los niños a la playa o al campo los domingos. Se le veía feliz y yo me alegraba de cómo su vida cambiaba para mejor. Y de repente, desapareció. Un buen día dejó de venir. Muchos vecinos se interesaron por él, hasta que alguien nos dijo que había enfermado. Una grave dolencia había acabado con su movilidad y ahora se encontraba postrado en la cama de por vida. Tenía 40 años. Mi madre y unas vecinas fueron a visitarlo a su casa y recuerdo la colecta que se hizo en el barrio para aliviar la precaria situación económica de la familia. No volví a verlo jamás. Y vaya que se le echaba de menos. Fernando heredó el “oficio”, pero no tuvo suerte. Al principio los vecinos le compraban, recordando a su padre, pero simplemente “no era Antonio” y al poco tiempo dejó de venir. 

Han pasado casi treinta años y este pasado sábado alguien me dijo que Antonio había fallecido a los 68 años. En la cama, rodeado de los suyos. No sé porqué hoy le dedico este artículo. Quizá porque admiraba su tesón, su afán por sacar adelante a su familia por encima de todo, por ese trabajo que le llevaba a madrugar para ir al campo a coger lo que pudiera y después venderlo con todo el arte del mundo. Quizá por esa sonrisa y esa cantarina voz con la que nos sorprendía cada día. Nunca le vi un mal gesto, una mala palabra o un mal comportamiento. A veces, cuando vuelvo a casa de mi padre, en la calle Justicia, parece que oigo el sonido de su Montesa. Por un instante cierro los ojos y ese recuerdo me trae olores de mi niñez y agradables sabores a menta y a regaliz.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

GALERÍA DAZA

(Artículo publicado en Viva Jerez el 5/9/2013)
Conozco a Manolo Daza desde… bueno, desde casi toda la vida al igual que miles de jerezanos y jerezanas que tuvieron la gran fortuna de compartir aula con él y recibir sus sabios consejos en Magisterio, o en los Marianistas o en tantos colegios donde impartió sus magistrales clases durante décadas. Como buen profesor de dibujo, Manolo me hizo comprender que el arte está hecho para ser sentido y no para ser comprendido. Que un buen cuadro es aquel en el que te paras sin saber porqué, y lo miras, y te adentras en él y te llega a lo más profundo. Y eso, decía, no puede explicarse. Que la técnica es importante, fundamental, pero que hay algo más que únicamente unos pocos saben transmitir. Y bien que lo sabía, porque su apellido ha sido, es y será un “referente artístico e imprescindible en esta ciudad”, como bien señala mi buen amigo y crítico de arte, Bernardo Palomo. 

Y es que aún recuerdo el saludo y la sonrisa del desaparecido Paco Daza a las puertas de su galería de la calle Tornería, mientras me invitaba a pasar a ver su última exposición. O la de Rodrigo, dando el último retoque al dorado paso de la Amargura. Si a todo esto, se le suma el profundo cariño que le tengo a Manolo y que comparto con su mujer, Margot y con toda su familia, es por lo que la llamada de su hijo, José, anunciándome la próxima apertura de la galería de arte que lleva su apellido, me agradó tanto que me decidí a dedicarles este artículo. Es encomiable el trabajo, la dedicación y el esfuerzo que han puesto Raquel Fernández y el propio José Daza en rescatar y rehabilitar para la ciudad una céntrica casa en la calle San Pablo número 4 donde dar forma a este proyecto empresarial. Una decidida apuesta, una valiente aventura profesional de dos galeristas jerezanos por la creación de este espacio expositivo que la ciudad demandaba desde hace años y que no ha estado exenta de sacrificios teniendo en cuenta los delicados momentos económicos que todos vivimos. 

Pero la Galería Daza no se limitará a exponer y vender cuadros. Raquel nos propone un punto de encuentro de artistas, creadores, profesionales, aficionados y amantes de la cultura, en general y del arte en particular. Un espacio abierto, vivo y participativo en el que, además de contemplar las obras expuestas, podremos tomarnos una copa en la coqueta cafetería que permanecerá abierta al público en el mismo recinto, mientras asistimos a alguna charla sobre arte, un recital de música o una lectura poética. La Galería Daza, a la que auguro grandes éxitos de la mano de Raquel Fernández, se inaugura este sábado, precisamente, con una muestra de la extensa obra de Manolo (todo un lujo) que podremos disfrutar hasta el 31 de octubre.