miércoles, 27 de octubre de 2010

LA SIESTA

(Artículo publicado en Viva Jerez el 28/10/10)

Ayer me desperté a las seis y media de la tarde. Todo un record personal. Casi tres horas de sueño profundo. En la cama, en pijama, con mi mantita y mi cobertor, babilla saliendo de las comisuras de mis labios, algún que otro ronquido suave y, eso sí, con las persianas echadas a cal y canto… como Dios manda. Siestón del quince, como diría aquel. Una bendición de esta Iberia en la que me ha tocado nacer, que profeso desde hace años y que perfecciono siempre que me es posible. Nada de sofás incómodos que me obligan a doblar las piernas hasta buscar la mejor posición, butacones sin orejeras que hacen que mi cabeza se mueva más que un tentetieso, ni documentales de animalitos en la sabana africana en la 2.

Siempre que puedo, me meto en el sobre, agarro celoso la almohada, me echo la colchita, apago el móvil y cierro los ojos hasta que mi adorada deidad, el Señor Morfeo, me acoge en su seno y me hace navegar por esos profundos océanos del mundo onírico (¡qué cursi me ha salido esta última frase!). En fin, que soy un firme defensor de la siesta vespertina, con mayúsculas. No en vano, es uno de los placeres más agradables que tiene el ser humano. Está demostrado científicamente que la siesta mejora la salud en general y la circulación sanguínea y previene el agobio, la presión y el estrés. Además favorece la memoria y los mecanismos de aprendizaje. Todo esto lo que copiado de wikipedia, para que vean que es verdad lo que digo. Y es que quién no recuerda esas siestas de verano, bajo la sombra de un árbol, con el sonido de las ramas al viento. O cuando uno se queda dormido en la playa, tomando el sol bajo la sombrilla, a media tarde, con el rumor constante de las olas… Por ponerle alguna pega a esta sana costumbre, reconozco que tras la siesta necesito un cierto tiempo para retornar al mundo de la vigilia.

Durante unos minutos deambulo como un zombie sin rumbo, del dormitorio al baño y de éste a la cocina, en babucha, arrastrando los pies, con los ojos aún entornados y llenos de legañas, el habla estropajosa, despeinado hasta las orejas y poco lúcido, la verdad. Pero balbuciendo entre dientes y con una tímida sonrisa eso de “pedazo de siesta que me he metío entre pecho y espalda. Qué bien me ha sentao”. Uno de los escritores más importantes de la literatura española, el premio Nobel Camilo José Cela, con su sarcasmo habitual, definió como nadie esta sana costumbre tan española, indicando que la siesta había que hacerla “con pijama, Padrenuestro y orinal”. Pues ahí queda eso. Que no tengo más que decir.

lunes, 25 de octubre de 2010

LA NOCHECITA

¡Vaya cara que tienes hoy!. Así me recibió mañana el espejo del cuarto de baño al verme. Ojeroso y con los pliegues de la almohada aún visibles en mi cara, la imagen que devolvía el espejo no era la mejor para afrontar la dura jornada que me esperaba. Minutos antes, el cruel despertador me había sacado a golpe de ring-ring del mundo onírico en el que habitaba feliz para devolverme a la cruda realidad de un día más de trabajo. Y es que la nochecita no había tenido desperdicio. Me acosté tarde, a la una de la madrugada y hasta las cuatro y media no cogí el sueño.

Probablemente me equivoqué de paquete y no me tomé el descafeinado de la tarde al que estoy acostumbrado sino el Catunambú que había en el estante, con toda su cafeína. Me levanté tres veces para ir al servicio, una a la cocina para beber un vaso de leche, chateé un poco en Internet, leí un capítulo más del último libro de Saramago que lleva más de un mes en mi mesita de noche y a punto estuve de comprarme el robot de cocina que anunciaban en el Teletienda que tritura, corta y pela todo tipo de verduras y hasta pica el hielo. Pero nada. Ni por esas cogía el sueño. Pensé en contar borreguitos, pero como no era efectivo, probé a contar gatitos, osos panda y hasta cachalotes del Índico… pero nada. La última vez que miré el reloj eran las cuatro y cuarto, por lo que supongo que poco después Morfeo que acogió suavemente en su seno. Algo más de dos horas después, ahí estaba yo. Recién duchado, afeitado, desayunado, peinado y vestido. Volví a mirarme al espejo y la imagen no era mucho mejor que la anterior. Pensé en llamar a mi jefe aduciéndole la repentina muerte de mi tío segundo por parte de mi madre, ése que vive en Bilbao, y que me hallaba tan consternado por la noticia que no tenía fuerzas para ir al trabajo. Después consideré que mis naturales dotes para convencer al personal se hallaban hoy mermadas por el estado de embriaguez mental en el que me encontraba. Total, que me armé de valor y allí que estaba yo en plena calle, andando presto al trabajo, aislado por la música de mi Ipod cuando, de repente, algo me llamó la atención. Había pocos coches y menos gente en la calle. Miré el reloj. Llego bien al trabajo. Son las 7,50 de la mañana y hoy es… Hoy es… ¡Festividad de San Dionisio!.

¿Se imaginan la cara de tonto que se me puso, allí parado, frente al señor de la Puerta Real y junto a dos japoneses que le hacía fotos a Primo de Rivera?. En fin, que de perdidos al río. Compré la prensa y me fui a La Vega a tomar churros a ver si me despejaba un poco. ¿Un café?, me sugirió el camarero japonés que ahora lo regenta. ¡No, por Dios!, que me voy rápido a casa… a ver si duermo un poco…

sábado, 16 de octubre de 2010

MANOLI Y LA PRIMITIVA

Fue este lunes. No podía creerme lo que veía. Los seis números de la primitiva, correlativos, tal y como siempre los había colocado. Mi numero de la suerte, el día de mi nacimiento, el de mi santo, el final de la matrícula del coche y los dos primeros y últimos números del DNI. Volví a mirar el numero del sorteo y la fecha del periódico... Todo correcto. Salí de casa y me dirigí impaciente al quiosco. Allí, impresos en un cartel, aparecían los mismos números del periódico. Traté de contener los nervios. Mientras volvía a casa pensaba en ese viaje a Nueva York que siempre había deseado y que ahora sería posible. ¿Cuántos millones me habrían tocado?. ¿Treinta, cuarenta?. Aunque solo fueran 3 o 4... Tapar agujerillos, ya se sabe.

Subí a casa y busque el boleto en mi cartera. Saque las tarjetas de crédito, el dinero, la llave electrónica del coche... pero allí no estaba. Respire hondo. Igual lo puse en algún cajón. Puse patas arriba el salón, el dormitorio y hasta los cuartos de los niños, la cocina y el baño. Nada. Comencé a sudar. ¡El coche!. Si, seguro que me lo deje allí. Solo encontré ocho pesetas de las antiguas, dos bolígrafos y una canica de mi hijo. Pero del boleto, nada. El corazón estaba a punto de salirse del pecho. Me senté, cerré los ojos e intente visualizar el día que adquirí el boleto. Fue el lunes pasado. Tras el desayuno, y acompañado de mis “titos” Pedro y Emilio cumplimos el semanal rito de “echar la primitiva”. Me gaste dos euros. Después volví al trabajo y... ¡El trabajo!. ¡Claro, estará en la mesa del despacho!. Estaba de puente, pero la ocasión lo merecía. Los compañeros se extrañaron al verme. Trabajo pendiente y que soy muy responsable yo... les dije. Revolví el despacho y nada. El teléfono empezó a sonar. De repente vi las ventanas abiertas, el suelo oliendo a lejía... Manoli había limpiado el despacho y la papelera estaba... vacía. ¿Dónde está la limpiadora?, grité. ¿Y la basura, donde está la basura?. El teléfono seguía sonando. Con los ojos fuera de mis orbitas corrí por los pasillos y las escaleras buscando a Manoli y su bolsa de basura. Sudaba a chorros. El teléfono se oía de fondo. Por fin la encontré. Le agarre la bolsa y vertí su contenido en el suelo. Papeles y mas papeles... hasta que lo vi. Al fondo estaba el boleto.

Pero no podía alcanzarlo. El teléfono sonaba y mi brazo no podía alcanzar el boleto que se perdía cada vez más en el fondo de la bolsa. Y entonces, desperté. Mejor dicho, me despertó el teléfono de mi mesita de noche. Buenos días, Mi nombre es Manoli ¿Le gustaría participar en un sorteo para un viaje a Nueva York si responde a una encuesta de satisfacción de Movistar?... Reconozco que fui algo grosero con la telefonista. Volví a acostarme. Igual, recuperaba el sueño... y el boleto.