sábado, 27 de octubre de 2012

LA LLUVIA ME DESBORDA


Miércoles por la mañana. Suena el despertador y, con los ojos aún medio cerrados, oigo de fondo el fuerte aguacero que esta cayendo. Me calzo las zapatillas y me acerco a la ventana. Observo un paisaje gris, un cielo encapotado, fuerte viento y un río de agua que discurre caudalosamente por la calle. Pero, en fin, el deber me llama y debo ir a trabajar. Blacky menea su rabo impaciente. Tendrás que esperar a mediodía. Cualquiera te saca ahora a hacer pis. Me enfundo el chubasquero, me hago con el paraguas y salgo a por el coche. 

Y la primera en la frente. Una inesperada racha de viento me vuelve el paraguas del revés. Para colmo, cuando intento darle la vuelta, meto el pie en un charco tan profundo que parecía el de los Hurones. Maldigo en arameo a los dioses de la lluvia mientras el paraguas sale finalmente volando y yo me quedo con el mango en la mano. No me queda más remedio que correr rápido hacia el coche mientras la lluvia se hace más intensa. Al fin llego y… ¿Dónde están las llaves?. Miro en un bolsillo, luego en otro. Está diluviando. Al fin las encuentro en un bolsillo interior del chubasquero y cuando, fruto del nerviosismo, las logro alcanzar se me caen al suelo, en un charco de barro. Con las llaves sucias y mojadas, empapado hasta las orejas, abro finalmente el coche y arranco. A los pocos minutos, deja de llover. Atascos y más atascos. Colas en los semáforos. Y es que, cuando llueve, todo el mundo pilla el coche para ir a trabajar, a llevar a los niños al cole… En fin, paciencia. 

Es la hora de aparcar. Me encomiendo a varios santos mientras doy vueltas y más vueltas al entorno de la Plazuela. Tras más media hora logro aparcar, justo cuando comienza otra vez a llover con fuerza. No tengo paraguas. Salgo corriendo del coche tapándome la cabeza con la publicidad de una gran superficie y me resguardo bajo un balcón. No tiene visos de que escampe, así que corro por el filo de la calle buscando salientes y casapuertas. En ese momento, pasa un coche por la calle. Les prometo que vi, como si de una película en cámara lenta se tratara, cómo se acercaba el coche, el charco frente a mí e incluso visualicé las consecuencias pero, no pude reaccionar a tiempo y ¡Ahí va eso!. Allí estaba yo. Sin paraguas, empapado, con cara de tonto y asesinando con la mirada al incauto conductor. Al fin llego al trabajo. ¿Han permanecido alguna vez 7 horas con los zapatos y calcetines, pantalón y jersey totalmente empapados?. Yo, sí. Veo la previsión del tiempo. Llueve hasta el martes con una probabilidad del 100%. ¡Atchiss!. Ya me he resfriado. Y Blacky en casa sin mear…

miércoles, 3 de octubre de 2012

LA CONSTANCIA


(Artículo publicado en Viva Jerez el 4/10/2012)
Recuerdo que fue hace años. Alguien me había hablado de las excelencias de ese lugar y allí que me dirigí a comprobarlas. Me acompañaba mi amigo Juan Andrés. Carretera del Calvario, kilómetro 3,5… aquí es, gira ahora a la derecha. La bodega estaba situada en una pequeña loma, a escasos 80 metros de la entrada. A medida que subíamos pudimos observar las miles de cepas que rodeaban la finca. Era finales de junio y las verdes vides nos regalaban la visión de un fruto que, a esa hora del mediodía, brillaba dorado contrastando con la pálida albariza. Allí nos recibió Pepe Martín. Bienvenidos, estáis en vuestra casa. Un amontillado viejísimo, sacado directamente de la bota y servido en catavinos jerezanos, nos acompañó en un breve pero aprovechado paseo por la bodega y por las viñas, desde las que se veía una ciudad que a esa hora lucía intensa. La tarde llegó casi sin darnos cuenta, entre una agradable charla a la sombra de un cañizo, la chacina y el queso viejo que habíamos traído previendo el momento y, sobre todo, con el intenso sabor de un amontillado que nunca faltaba en la mesa. Desde ese momento, mi amistad con Pepe Martín me llevó a visitarlo en más de una ocasión, compartiendo saludos y abrazos con el fino, arreglando el mundo con el amontillado, contándonos confidencias con el oloroso y riéndonos de los problemas con el Pedro Ximénez. 

Después de algunos años sin verlo, a finales de este pasado año me llamó para invitarme a la inauguración de su Mesón Restaurante. Era su sueño hecho realidad. Combinar sus más cuidados vinos con la gastronomía más jerezana. Entre viñas y bodega. Esteban, me dijo, el negocio del vino ya no es lo que era. Fíjate en los alrededores. Nos hemos quedado solos. Se han arrancado miles de viñas, han subvencionado la ruina del sector. Los márgenes se han estrechado y la meteorología nos ha dado la espalda en estos últimos años, afirmó mi amigo con un tono de tristeza en sus palabras. Por eso, he decidido abrir este negocio, para que el público conozca una viña jerezana de las que ya pocas van quedando, una bodega de vinos añejos y un vinagre excepcional, y un Mesón donde degustar la rica gastronomía de la tierra. 

Cuando pasé al interior del Mesón me sorprendió su amplitud y, sobre todo, la elegante decoración en la que se notaba la mano, el especial mimo que Pepe siempre puso a todo lo que hizo. La noche transcurrió entre amigos, copas y el inconfundible toque gastronómico de un cocinero al que la fama le precedía. Me refiero a Julio Carabot, un ubriqueño que ama su trabajo y que entre fogones crea especialidades únicas, platos exquisitos en los que combina tradición con innovación. Tras un par de meses en los que se ha renovado para mejor, mañana viernes, 5 de octubre, reabre sus puertas el Mesón Bodegón Viña La Constancia. Allí estaré, para apoyar a mis amigos Pepe y Julio, y para dar un paseo por la bodega y por las viñas. Un respiro de jerezanía a un minuto de Ikea. Allí les espero uno de estos días.