Por fuera es una butaca normal, con una recia estructura metálica que permite, con un sencillo dispositivo de palanca, bajar el respaldo y, a la vez, subir un reposapiés la mar de cómodo. Pero no se lleven a engaño. Ese aparente sillón de hospital esconde en su interior un elaborado instrumento de tortura que bien pareciera sacado de la perversa mente del mismísimo Torquemada. Sus constructores probablemente bucearon en vetustos legajos de la Santa Inquisición para idear este elemento de perversidad extrema pensado únicamente para torturar y sacar de quicio a la figura del "acompañante".
Si, amigos lectores, lo que digo está basado en la más certera realidad empírica, ya que cuando escribo estas líneas sufro en toda mi estructura ósea y muscular los efectos de ese potro de tormento que padezco desde este lunes en la Residencia, que es como se le ha llamado de toda la vida de Dios a nuestro hospital. Y es que todo está perfectamente calculado para que al efecto físico de la tortura se le sume el psicológico. Así, las enfermeras (que sospecho participan accionarialmente en la sociedad que fabrica estas butacas), se encargan por turnos de entrar en la habitación a horas intempestivas con excusas como tomar la tensión, el zumito, vamos a ver cómo va el gotero... haciéndote pegar un salto en el sillón justo cuando estabas a punto de dar una cabezada. De esta forma, la noche es un incesante trasiego que se acrecienta, como ha sido mi caso, si la planta es la de maternidad, con niños que se empeñan en nacer de madrugada y lloran y lloran por turnos horarios relevándose para martillear la cabeza de los sufridos acompañantes.
En otro frente, el personal de mantenimiento se encarga de variar la temperatura del habitáculo pasando del frío más invernal al calor más agobiante en minutos; esto es, del "Dame la rebequita" al "Ay la caló que hace en esta habitación". Los efectos más palpables se observan a primera hora de la mañana en los pasillos. Allí, como almas lumbálgicas en pena, desfilan con los brazos en jarra los sufridos arrastrando los pies, ojerosos, ciáticos perdidos, en busca de un triste café y una palmera de chocolate de la máquina, saludándose con inteligibles sonidos guturales. Todos, alguna vez, hemos sido acompañantes nocturnos y conocemos en nuestras carnes el sufrimiento infringido por este demoníaco sillón. Así que ¡acompañantes del mundo, uníos!. Firmemos un manifiesto para que cambien las butacas de los hospitales. Dignifiquemos de una vez la figura del acompañante permitiéndole unas condiciones más dignas. Y aquí dejo de escribir, que viene la enfermera con el zumito y el Viva Jerez lo reparten mañana en la Residencia…