viernes, 28 de octubre de 2011

DEPRISA, DEPRISA

(Artículo publicado en Viva Jerez el 27/10/2011)

Sigo sin comprender la causa por la que se hace patente la denominada Ley de Murphy cuando menos interés tenemos en que aparezca. El caso que le cuento es reflejo de cómo esta norma no escrita puede llegar a alterar nuestra razón hasta límites que rozan la locura. Fue este lunes. Debía acudir a una cita muy importante (de las que no aceptan segunda convocatoria) a las 7,30 de la tarde. Afortunadamente –pensé- tenemos una ciudad accesible que nos posibilita cruzarla en coche, de norte a sur, en 15 minutos. Pese a todo, salí de casa más de media hora antes. Y la primera en la frente. Un coche aparcado en segunda fila justamente a la altura del mío. Toqué el claxon una y otra vez hasta que, tras 5 minutos de espera apareció un señor de andar despreocupado y sin aparente prisa que, encima, recriminó mi nerviosismo. Respiré hondo, me callé y tragué saliva.

Por fin arranqué y salí de allí. Miré la hora. Me sobra tiempo, pensé. Al final de la calle me encuentro con una avenida y, delante, un coche de autoescuela. Me armé de paciencia. 4 minutos esperando a que el conductor (seguro que era su primera clase práctica) decidiera incorporarse a la avenida. Tras varios amagos, se decide y cuando giro, el semáforo se torna rojo. 1 minuto después, ya en verde, acelero y al poco otro semáforo en rojo. Y así hasta en cuatro ocasiones. ¿Qué pasa, que al Ayuntamiento le sale más barata la bombillita roja que la verde?. ¡Qué sincronización!. Para colmo, a la mitad de la avenida debo parar porque un colegio en excursión por el centro, y con la profesora al frente, está cruzando por el paso de cebra a paso de tortuga. Empecé a ponerme nervioso. Eran las 7,35. La impaciencia crecía. Nada más podía ocurrirme, pensé. Me equivocaba. Al intentar atajar por una calle de única dirección, el coche de delante se detiene. De él sale una pareja que, sin mediar palabra, abre el capó y comienza a descargar toda la compra del mes. Y como ya no dan bolsas en el Carrefour, pues ¡ala! el marido con la caja de leche en una mano y en la otra la lata de tomate y el paquete de arroz. Y la mujer, con dos bolsas de patatas fritas en una y con los yogures en la otra. Y vuelta a empezar.

Ya son las 7.45 y aún estoy a la mitad del trayecto. Comienza el tic de mi ojo derecho. Por fin terminan y arranco de nuevo. Suena el teléfono y lo cojo. ¿Sí dígame?. ¡Estoy aparcando, le mentí. En dos minutos estoy ahí!. En ese momento un policía local me hace señas para que me detenga. ¡Le tengo que multar por hablar por teléfono!. ¡Aparque en el arcén y espere a que llame a un compañero porque me he quedado sin impresos para la multa!. Vuelve a sonar el teléfono. Ya no lo cojo… ¡Maldito Murphy!.

lunes, 24 de octubre de 2011

EL UNICORNIO AZUL

(Artículo publicado en Viva Jerez el 20/10/2011).

“Usted no tiene psicología para estar detrás de una barra”. Lo dijo así de alto y claro, señalándole con su dedo inquisidor. Y se quedó tan ancho el tío, Pedro y yo nos quedamos atónitos, boquiabiertos. Es de esos momentos en los que uno añora un boquete para meterse en él. Se nos ocurrió situarnos detrás de Juanjo y, con ese gesto universal de la mano abierta simulando beber un trago, indicarle al camarero que nuestro amigo andaba algo pasadito de alcohol, a ver si se calmaba. Lo cogimos del brazo y salimos apresuradamente del local. Juanjo era un tío singular, por llamarlo de alguna forma. Muy cuidado en las formas, educado en el trato y amigo fiel… pero algo inocente, introvertido y raro; casi como un Unicornio Azul. Por entonces ya habíamos pasado del primer cuarto de siglo. Éramos jóvenes inquietos, decididos a comernos el mundo. Pero Juanjo era distinto a los demás. Probablemente por eso, no tenía más amigos que Pedro y yo que, en un intento de socializarlo, le presentamos a los nuestros no sin demasiado éxito, la verdad. Es algo cargante, decían unos; es un pesado, decían otros… En tan solo dos minutos de charla las chicas huían aduciendo lo raro que era. Ni que decir tiene que cuando Pedro y yo salíamos con intenciones ligotescas nunca lo llevábamos…

A veces se “perdía” en su interior y lo descubríamos mirando a la nada, absorto en sus elucubraciones mentales durante un rato hasta que lo “despertábamos”. Ahora bien, cuando bebía (que haciendo honor a la verdad, no era a menudo), mudaba su carácter introvertido y tímido. Contaba chistes malos, reía sin parar y exaltaba la amistad con abrazos y besos que provocaban nuestra hilaridad. Bien es cierto que a veces lo incitábamos a beber para ver su reacción. “Toma un chupito más, Juanjo”. “Vamos con otro, que no vas a nuestro ritmo”. “Llene este vaso para mi amigo”. Pero, de repente, levantaba el dedo, se ponía serio y sentenciaba. Era entonces cuando había que vigilarlo de cerca. Era imprevisible y podía provocar escenas como la referida al principio del artículo en respuesta al desaire que el camarero de un bar le hizo cuando Juanjo le preguntó por Nietzsche y su existencialismo. Pero al margen de esto, queríamos a nuestro amigo. Los tres pasamos buenos momentos de charla a la sombra de tabancos ya desaparecidos, y juntos propiciamos la creación de un colectivo cultural que nos aportó mucho.

Pero, un día, desapareció. Tal y como había llegado. Sin hacer ruido y sin decir a dónde se marchaba. A veces lo recordamos y añoramos e intentamos escrutar sus reacciones de entonces, ahora que yo sé más de Nietzsche y mi amigo Pedro de la psicología del comportamiento humano. Un ruego para terminar y como cantara Silvio Rodríguez refiriéndose a su Unicornio azul: Ayer se me perdió. Puede parecer, acaso una obsesión. Pero si alguien sabe de él, le ruego información, cien mil o un millón yo pagaré…”.

miércoles, 12 de octubre de 2011

JUEGOS DE CALLE

(Artículo publicado en Viva Jerez el 13/10/2011)
Echo de menos jugar en la calle. Dar patadas a un balón entre los adoquines, con las rodilleras cosidas en los rotos de los pantalones, e intentando marcar algún gol entre un jersey doblado y la cartera del cole que, bien situadas en el suelo hacían de portería y que teníamos que recoger cuando pasaba algún coche… muy de vez en cuando. Aún recuerdo a las chicas con coletas jugando al elástico o a la cuerda mientras cantaban “Al pasar la barca, me dijo el barquero…” o “El cocherito leré...”. Aquellas tardes en el barrio de San Mateo jugando al “esconder” o a la “botella” entre las callejuelas de Rincón Malillo o en la plaza de los Ángeles mientras comíamos bocadillos de chocolate “La campana”… La calle y las plazoletas era nuestro mundo.

Probablemente porque las casas de vecinos eran muy pequeñas como para permanecer todo el santo día dando la lata a los padres, o quizá porque la tele tenía una programación limitada a unas horas. O porque no existía la Play, el video, la wii o internet con su feisbuq, tuenti o el tuiter. Lo cierto es que estábamos deseando salir a la calle a jugar a los sheriff, al beisbol o a los bolindres. Y cuando llovía, escondernos en la casapuerta a esperar a que escampara mientras jugábamos a las chapas. En la calle había risas, voces, gritos, balonazos, carreras furtivas en las bicis BH plegables. Recogíamos cartones de la puerta de la droguería o de la ferretería para venderlos al peso y comprar en los puestos de chucherías los regalís a diez céntimos, chicles Cheiw a cincuenta y sobres sorpresa a peseta. Nos subíamos a una tapia frente al Terraza Tempul para ver “de gorra” las películas de Nadiuska y Susana Estrada mientras comíamos pipas o altramuces. Les subíamos las faldas a las niñas para ver el color de las braguitas (casi siempre nos llevábamos alguna bofetada, pero valía la pena), hacíamos cabañas en algún descampado o en el corral de la casa de vecinos o nos reíamos de los despistados negros de la base que preguntaban en medio español medio inglés por dónde quedaba la calle Rompechapines.

Reconozco que eran otros tiempos y que para los que peinamos alguna que otra cana cualquier tiempo pasado fue mejor. Sonrío cuando lo recuerdo y ello me lleva a añorar una niñez sin problemas, sin crisis, sin fantasmas de eres sobrevolando la ciudad. Porque reconocerán conmigo que las cosas han cambiado para peor. Ningún padre (esos mismos que de niños lo hicieron) estaría hoy día tranquilo dejando toda la tarde a un crío jugando en una calle llena de “peligros”. Preferimos tenerlos cerca de la tele, en el ordenador, controlados, no vaya a ser que les pase algo en esas calles de Dios. Es probable que no tuviéramos tantos juguetes, ni tanta televisión, ni tanta electrónica, pero me pregunto si éramos más felices… Yo lo tengo claro, aunque reconozco que tiene que ver con los años. Pero ¿Y ustedes?.

miércoles, 5 de octubre de 2011

OLORES DE UN JEREZ ANTIGUO

(Artículo publicado en Viva Jerez el 6/10/2011)

En ocasiones paseo por las angostas callejuelas del barrio de San Mateo intentando captar en algún rincón esencias y recuerdos de una ciudad que ya no es. Sí, son las mismas calles y plazas, los mismos edificios en algunos casos reformados… pero hay algo que falta: el olor. Recuerdo mi infancia en la calle Justicia rodeado de olores. Esos que emanaban de la droguería de mis padres (alcanfor, jabón verde, colonias a granel, pinturas y productos de limpieza), de la bodega que daba pared con pared con nuestra casa de vecinos y que a ratos nos regalaba aromas de vino y vinagre; de la frutería de Jeromo que cada mañana nos despertaba con fragancias a mandarina y albérchigos, a tomates y yerbabuena; de las golosinas de Caramelos Donaire; del pescado fresco de la pescadería de la esquina de Justicia con calle San Juan, del intenso olor a chicharrones que cada jueves nos regalaba la carnicería de Manolo y Antonia, el olor a goma y lapicero de los niños que corrían calle abajo al colegio de Don Fernando Casas, la ¿porqué no decirlo? peste a podrido que emanaba de la azucarera cuando el corría el levante en esas noches de verano…

Y es que, los olores son grandes evocadores de recuerdos intensos. Y hoy, cuando paseo por los mismos escenarios de mi niñez, siento con tristeza y algo de nostalgia que esos olores han desaparecido. La modernidad echó el cerrojo a la droguería, y a la carnicería, la pescadería y la frutería. Cerró el colegio y se dejó hace años de trasvasar el vino de una bodega a otra atravesando la calle con esos grandes tubos que siempre dejaban regados los adoquines con algún chorro de fino o amontillado. No, Jerez ya no huele igual que hace 30 ó 40 años. Algo ha cambiado. Los grandes cascos bodegueros se convirtieron en lofts de lujo, los pequeños comercios de barrio desistieron ante las grandes superficies, el envasado acabó con los graneles y las azucareras se fueron con la remolacha a otra parte.

En ocasiones, muy raras veces, furtivamente, me llegan algunos de esos olores paseando por la calle Juana de Dios Lacoste o por el Rincón Malillo. Entonces cierro los ojos y, casi sin darme cuenta, me traslado a otros tiempos. A una niñez de pan con mantequilla y azúcar, parches en los pantalones y juegos en la calle. Y sonrío nostálgico recordando cómo era esa ciudad que hoy ha desaparecido. Sí, es la misma, son los mismos rincones y plazas, las mismas calles y edificios. Pero, a la vez, es diferente. Ni mejor ni peor… diferente.