viernes, 31 de mayo de 2013

LA PUCH CÓNDOR

(Artículo publicado en Viva Jerez el 30/5/2013)
Ya llegamos a Lebrija. Por fin, me dije. Casi una hora desde que salimos de Jerez en la Puch Condor y allí estábamos, un sábado por la noche, dispuestos a ligar con todo lo que llevara falda. Tardamos porque en el Alto de Montegil, cerca de El Cuervo, la moto no podía más y tuvimos que bajarnos para subir la cuesta a pie. Además era de noche, íbamos sin casco, por la Nacional IV y a poco más de 60 kilómetros por hora. Sonrío ahora que lo recuerdo, pero entonces… Nos habían hablado muy bien de la discoteca “Centro Urbano”. Entramos en el pueblo, aparcamos la moto y nos miramos: gomina en el pelo, camisa floreada, Levis, jersey atado a la cintura... ¡Perfectos! Antonio entró primero. Parecía mayor, y seguro que no lo paraban en la entrada (nos faltaban meses para los 18...). 

Pagamos la entrada y con ella, una copa gratis y un sello en la dorso de la mano para volver a entrar si salíamos. La discoteca era espectacular. Mucho ambiente, chicas guapas, buena música. La noche prometía. Un destornillador (vodka con naranja) para Antonio y un lumumba (brandy con chocolate) para mí y… a la pista de baile donde sonaban Alaska y los Pegamoides cantaban eso de “bailando”. Y allí estaban ellas. Una rubia y una morena. Hola, qué tal, ¿Tenéis fuego? Sonrisas, un paquete de cigarrillos rulando, qué tal cómo os llamáis, estudias o trabajas, tomamos una copa en la barra… en fin, la parafernalia clásica para ligar en los años 80. Aceptaron y comenzó el cortejo. Dos de la madrugada y todo iba de dulce hasta que… aparecieron ellos. Eran dos tipos mayores, de 24 o 25 años. Altos, rudos, con la piel quemada por el trabajo en el campo. Se nos acercaron con cara de pocos amigos, remangándose la camisa y apretando los puños. Detrás, los acompañaban otros cuatro con ganas de liarla. Los que nos rodeaban se apartaron previendo jaleo. El chico de la barra, en voz baja, nos alertó de que eran sus ex novios y que no llevaban muy bien la situación. Nos aconsejó que saliéramos por patas. Visto y no visto. 

Salimos corriendo de la discoteca como alma que lleva el diablo. Detrás nos seguían los seis lebrijanos gritando algo sobre los pijos de la ciudad que vienen al pueblo a quitarnos las chicas y que os vamos a partir la cara y no sé qué más… Antonio, más rápido que yo, llegó antes a la Puch Cóndor. Pedí, por lo más sagrado, que arrancara rápido y alguien, allí arriba, me oyó ¡Acelera, por lo que más quieras! La moto se puso en marcha mientras a nuestro alrededor llovían piedras, vasos y muchos insultos. En unos minutos pillamos la carretera de El Cuervo, con el miedo aún en el cuerpo y mirando para atrás por si acaso. ¡Aún tenemos el sello en la mano! ¿Volvemos? bromeé con Antonio para romper el hielo. Muy gracioso, me dijo, muy gracioso. De la que nos hemos librado… Nunca he vuelto a Lebrija. No creo que se acuerden de mi cara, ya hace muchos años de aquello… pero por si acaso.

jueves, 23 de mayo de 2013

EL RONCADOR

(Artículo publicado en Viva Jerez el 23.5.2013)

Eran las tres de la madrugada y allí estaba yo, con los ojos como platos, sentado en una silla de playa y observando con desafío la tienda de campaña desde donde surgía ese feroz ronquido. Llevaba dos horas intentando dormir, dando vueltas en el colchón inflable aguardando a que cesara esa intermitente letanía, esa gota malaya que me taladraba el cerebro. Y es que el señor roncaba cual león enfurecido, y en el silencio de la noche... 

Así que me decidí a salir y sentarme a la puerta de mi tienda, tal y como ya habían hecho otros vecinos del camping que, al verme, sonreían resignados ante lo que se preveía una larga noche. Alguien alertó al vigilante del Camping pero éste alegó que no cometía delito alguno y que se encontraba plácidamente durmiendo en su tienda. ¡Y tan plácidamente, pensé yo!, acordándome  de la señora madre del señor roncador. No podía más. Así que sin pensarlo, cogí una piedra y la lancé hacia su tienda.  Nadie me vio. Mejor. Y se hizo el silencio. El señor paró de roncar. ¿Habría surgido efecto el “toque de atención”?. Lo cierto es que había cesado esa insoportable cadencia roncadora y podría volver a dormir. Entré en la tienda  y comencé a darle al tarro. ¿Le habré dado en la cabeza de manera accidental y el señor roncador es ahora un señor cadáver?. Cierto es que la piedra no rebotó en la lona de la tienda,  así que era probable que la hubiera traspasado. ¡Dios, homicidio imprudente! ¿Porqué lancé la piedra?. Debí pensarlo antes. ¿Tendrá mis huellas? Recordé su tamaño. No era muy grande y solo pensaba en asustarle un poco para que nos dejara dormir  ¿Se estará desangrando? ¿Y si llamo a la Guardia Civil?. Ya me veía en el cuartelillo prestando declaración: ¿Conocía usted a ese señor? ¿Qué le motivó a matarlo?... 

Con estas tribulaciones estuve otras dos horas más en vela, agudizando el oído por si lo oía. Pero nada. Desperté a las ocho de la mañana. Fuera se oía la actividad propia de los campistas. Salí y, en principio, todo parecía normal. Excepto en la tienda del roncador donde nada se había movido. Vi el boquete que la piedra había hecho en la lona. Pensé en huir de allí, pero me quedé para afrontar mi pena como un hombre. Y de repente, alguien salió de la tienda. Era un tipo alto, fuerte, con una prominente barriga, probablemente extranjero. A simple vista parecía estar bien. Respiré... por poco tiempo. El roncador se fijó en el boquete de la lona y agachándose recogió del suelo la piedra. Al parecer no había traspasado la segunda lona y había quedado entre ambas. Estudió la procedencia del impacto y entonces nuestras miradas se encontraron. Bajé la mía y silbando bajito me dispuse raudo a desmontar la tienda. El tipo miraba la piedra que tenía en su mano abierta y me miraba a mí entornando los ojos. Hubiera dado dinero por un boquete como el de la tienda… para meterme dentro.