Eran las tres de la madrugada y allí estaba yo, con los ojos
como platos, sentado en una silla de playa y observando con desafío la tienda
de campaña desde donde surgía ese feroz ronquido. Llevaba dos horas intentando
dormir, dando vueltas en el colchón inflable aguardando a que cesara esa
intermitente letanía, esa gota malaya que me taladraba el cerebro. Y es que el
señor roncaba cual león enfurecido, y en el silencio de la noche...
Así que me
decidí a salir y sentarme a la puerta de mi tienda, tal y como ya habían hecho
otros vecinos del camping que, al verme, sonreían resignados ante lo que se
preveía una larga noche. Alguien alertó al vigilante del Camping pero éste
alegó que no cometía delito alguno y que se encontraba plácidamente durmiendo
en su tienda. ¡Y tan plácidamente, pensé yo!, acordándome de la señora madre del señor roncador. No
podía más. Así que sin pensarlo, cogí una piedra y la lancé hacia su
tienda. Nadie me vio. Mejor. Y se hizo
el silencio. El señor paró de roncar. ¿Habría surgido efecto el “toque de
atención”?. Lo cierto es que había cesado esa insoportable cadencia roncadora y
podría volver a dormir. Entré en la tienda
y comencé a darle al tarro. ¿Le habré dado en la cabeza de manera
accidental y el señor roncador es ahora un señor cadáver?. Cierto es que la
piedra no rebotó en la lona de la tienda, así que era probable que la hubiera
traspasado. ¡Dios, homicidio imprudente! ¿Porqué lancé la piedra?. Debí pensarlo
antes. ¿Tendrá mis huellas? Recordé su tamaño. No era muy grande y solo pensaba
en asustarle un poco para que nos dejara dormir ¿Se estará desangrando? ¿Y si llamo a la Guardia
Civil?. Ya me veía en el cuartelillo prestando declaración: ¿Conocía usted a
ese señor? ¿Qué le motivó a matarlo?...
Con estas tribulaciones estuve otras
dos horas más en vela, agudizando el oído por si lo oía. Pero nada. Desperté a
las ocho de la mañana. Fuera se oía la actividad propia de los campistas. Salí
y, en principio, todo parecía normal. Excepto en la tienda del roncador donde nada
se había movido. Vi el boquete que la piedra había hecho en la lona. Pensé en
huir de allí, pero me quedé para afrontar mi pena como un hombre. Y de repente,
alguien salió de la tienda. Era un tipo alto, fuerte, con una prominente
barriga, probablemente extranjero. A simple vista parecía estar bien.
Respiré... por poco tiempo. El roncador se fijó en el boquete de la lona y
agachándose recogió del suelo la piedra. Al parecer no había traspasado la
segunda lona y había quedado entre ambas. Estudió la procedencia del impacto y
entonces nuestras miradas se encontraron. Bajé la mía y silbando bajito me
dispuse raudo a desmontar la tienda. El tipo miraba la piedra que tenía en su
mano abierta y me miraba a mí entornando los ojos. Hubiera dado dinero por un
boquete como el de la tienda… para meterme dentro.
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