Lo recuerdo enjuto, alto, espigado.
Pasaba cada día por la puerta de mi casa y mi madre le compraba aceitunas,
tagarninas, caracoles, espárragos o lo que llevara en sus cestos colgados a
horcajadas en su bicicleta BH. Antonio, que así se llamaba, era padre de cuatro
hijos pequeños y sacaba adelante a su familia vendiendo por las calles lo que
sus manos habían recogido de madrugada en el campo. Su sempiterna sonrisa y su
voz cantarina anunciando su llegada aún las tengo grabadas en mi memoria. Sobre
las dos de la tarde, Antonio se dejaba ver calle Justicia arriba y, en
ocasiones, me daba un regaliz o un caramelo de menta con un guiño de
complicidad “no se lo digas a mamá, que si no después no comes...”. Y entonces,
yo salía corriendo escaleras arriba gritando “mamá, mamá, que ha llegado
Antonio”, mientras escondía el regaliz en el bolsillo.
Una tarde apareció en
una Montesa que había comprado de segunda mano. Me alegré. Así, nos dijo, me da
tiempo a recorrer más calles y vender más. En ocasiones, le acompañaba su hijo
Fernando, de mi edad, que le ayudaba a envolver en papel de estraza los
arencones, a pesar el cuarto y mitad de las aceitunas o a meter en pequeñas
bolsitas los caracoles. Años en los que los hijos fueron creciendo y de una
casa de vecinos cerca de San Lucas la familia pasó a un piso de tres
habitaciones en La Coronación; y de la Montesa pasó a una furgoneta que además
le servía para llevar a los niños a la playa o al campo los domingos. Se le
veía feliz y yo me alegraba de cómo su vida cambiaba para mejor. Y de repente,
desapareció. Un buen día dejó de venir. Muchos vecinos se interesaron por él,
hasta que alguien nos dijo que había enfermado. Una grave dolencia había
acabado con su movilidad y ahora se encontraba postrado en la cama de por vida.
Tenía 40 años. Mi madre y unas vecinas fueron a visitarlo a su casa y recuerdo
la colecta que se hizo en el barrio para aliviar la precaria situación
económica de la familia. No volví a verlo jamás. Y vaya que se le echaba de
menos. Fernando heredó el “oficio”, pero no tuvo suerte. Al principio los
vecinos le compraban, recordando a su padre, pero simplemente “no era Antonio”
y al poco tiempo dejó de venir.
Han pasado casi treinta años y este pasado
sábado alguien me dijo que Antonio había fallecido a los 68 años. En la cama,
rodeado de los suyos. No sé porqué hoy le dedico este artículo. Quizá porque
admiraba su tesón, su afán por sacar adelante a su familia por encima de todo,
por ese trabajo que le llevaba a madrugar para ir al campo a coger lo que
pudiera y después venderlo con todo el arte del mundo. Quizá por esa sonrisa y
esa cantarina voz con la que nos sorprendía cada día. Nunca le vi un mal gesto,
una mala palabra o un mal comportamiento. A veces, cuando vuelvo a casa de mi
padre, en la calle Justicia, parece que oigo el sonido de su Montesa. Por un
instante cierro los ojos y ese recuerdo me trae olores de mi niñez y agradables
sabores a menta y a regaliz.
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