(Artículo publicado en Viva Jerez el 10/11/2016)
Si. Lo
confieso. Me ha costado mucho, pero al fin me atrevo públicamente a confesarlo.
Creo que debo asumir una realidad que, inexorablemente, me persigue sin que
pueda hacer nada por evitarlo. Es superior a mis fuerzas. Algo que me supera.
Una y otra vez, y casi a hurtadillas, caigo en ese impulso irrefrenable a
sabiendas que, a la postre, me producirá desazón y angustia por haber sucumbido
a la tentación. Pero no puedo remediarlo. El sentimiento de culpa me persigue
antes y después de la ingesta de esos productos. Mi cuerpo y mi mente me dicen
que pare, que no es bueno para mi salud, pero el diablillo que habita sobre mi
hombro izquierdo me susurra al oído “cómpralos, tómatelos, no seas tonto, para
tres cochinos días que vamos a vivir…”
Los adquiero los fines de semana.
Intento que nadie que me vea ¡Qué pensaría la gente si lo supiera! Los
introduzco en una bolsita y, escondido en la chaqueta, los llevo a mi casa. Entro
sigilosamente y, sin que nadie se percate, los guardo en el rincón más oculto.
En un lugar alto, inaccesible para los niños. Cuando nadie me ve, cuando todos
duermen plácidamente, cuando la luna oculta con su sombra la luz de mi pecado,
me transformo cual Doctor Jekyll en un auténtico Mister Hyde, y
comienzo mi ritual. Todo empieza cuando tomo la bolsita y la miro con inusitada
exaltación. Todo el cuerpo tiembla pensado en el efecto que se avecina. Con un
ritual casi medido me siento en el sofá. Miro a mi alrededor. Pienso en lo que
me espera y una sensación de bienestar, de pasmoso regocijo recorre mi cuerpo.
Entonces lo abro. El olor que desprende me embriaga. Cierro los ojos y, tras
unos segundos, los vuelvo a abrir. Vuelvo a mirar a diestro y siniestro ante la posibilidad de que alguien
pueda verme. Y entonces me llevo uno de ellos a la boca. El paladar comienza a
sentir múltiples sensaciones. Los muerdo, los saboreo una y otra vez. Son de
todos los colores, sabores y texturas.
Pero tienen algo en común que los hacen
irresistibles. Respiro hondamente y vuelvo al festín. Finalmente, veo el fondo
de la bolsita. Curiosamente, el último es el que sabe mejor. Me chupo los dedos
y vuelve a aparecer el sentimiento de culpa. Pero, que me quiten lo bailao.
Mañana comenzaré el régimen… Sí, lo reconozco. Lo confieso públicamente. Tengo
una adicción irrefrenable a consumir… ¡Chucherías, golosinas, regalís, gominolas,
frutos secos...! No lo hago habitualmente ¡No se vayan a creer! Pero cuando lo
hago, la culpa me persigue. Ahora bajo la cabeza y entorno los ojos ante
ustedes. No se lo digan a nadie y, por favor, no me lo refieran cuando me vean
por la calle. Se me caería la cara de vergüenza. Ahora les dejo. Es jueves,
mañana viernes, se acerca el fin de semana y alguien me susurra en el oído
izquierdo…
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