Durante estos últimos meses he asistido a una serie de
declaraciones públicas sobre el independentismo de Cataluña y, por
consiguiente, sobre el desmoronamiento de España, la desmembración de este país
que “tanta gloria atesoró durante siglos” y que ahora corre el peligro real de
convertirse en un conjunto de estados federados con su bandera y su lengua
propia. Los que a este discurso se aferran hablan de desastre, del hundimiento
irremediable de un país que no volverá a ser el mismo de antaño. Y todo ello lo
pregonan engolando la voz y alzando el dedo inquisidor al cielo en señal de
advertencia divina a quien ose fragmentar esta patria una, grande y libre. No
puedo remediar una amarga sensación cuando escucho este tipo de glosas que me
suenan irremediablemente a patriotismo trasnochado. Como también me suenan a
otros tiempos esos aires victimistas contra el estado “español” de un puñado de
catalanes que enarbolan unos derechos históricos inexistentes para poner
puertas y fronteras a un campo que es de todos y de nadie.
En un planeta unido
bajo los lazos invisibles de la globalización, que aboga por la supresión de
las fronteras, este tipo de actitudes anacrónicas suenan, de un lado, a una
chirriante regresión al pasado más casposo de una parte del país que aún se
acomoda entre los algodones del franquismo más tardío, y de otro al intento
burdo de unos independentistas que únicamente desean ocultar bajo la alfombra
los desmanes de una parte de burguesía catalana escenificada por la corrupción
en partidos como Convergencia. Unos y
otros me producen un gran rechazo. De un lado, esos que ven la mismísima mano
del diablo en la posible escisión del concepto patrio, y de otro, aquellos que
persiguen el cierre de sus fronteras atendiendo a la no ingerencia de otra
cultura que, según ellos, ahora les es ajena después de siglos de pacífica
convivencia.
El mundo es de todos y de nadie. El hombre no es más que una gota
de agua en el océano de la historia del planeta. Pretender ser ahora el ombligo
del mundo construyendo fronteras, enarbolando banderas y cantando himnos solo
es un intento vano por poner puertas al campo. Nunca en la historia de la
humanidad existió tanta complicidad entre los habitantes de este planeta azul.
La información fluye de un punto a otro de la Tierra en segundos, el medio
ambiente nos une, el Tercer Mundo llama a la puerta de nuestras conciencias y
el efecto mariposa nos condena colateralmente a entendernos. El futuro discurre
por esa senda y lo demás suena a rancio. Menos fronteras y más solidaridad. ¿No
les parece?
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