Dos noticias me han llamado poderosamente la atención en los
últimos días. De un lado el dispendio megalómano del obispo de Limburgo
(Alema
nia) al gastarse 40 millones de euros en su residencia episcopal, entre
el que se incluía una bañera de 15.000 euros. Y de otro, una noticia de la
semana pasada que hablaba de un inversor anónimo que había adquirido por la
cantidad de 140 millones de euros una pintura de Francis Bacon, considerada ya
como la obra de arte más cara jamás subastada. Y casi en paralelo, los medios
de comunicación nos siguen ofreciendo aún hoy las duras imágenes del desastre
ocasionado en Filipinas por el tifón Haiyan que ha provocado la muerte de miles
de personas. Ver a de hombres, mujeres y niños deambulando por ciudades arrasadas,
sin tiendas ni hospitales, sin agua corriente, sin ropa ni comida, da que
pensar. No me dirán ustedes que, sin querer caer en la demagogia barata, ambas
noticias necesariamente se entrelazan y chocan en la mente de cualquiera que
tenga un mínimo de sensibilidad ¿Saben cuantas miles de vidas se salvarían en
Filipinas con los 40 millones de euros del obispo alemán o con los 140 millones
de la pintura de Bacon?
Cuando pienso en estas cosas me pregunto qué narices
está pasando en esta sociedad que deja morir de inanición a sus vecinos porque
son de otro color, otra raza u otro continente mientras en este primer mundo de
pantomima se fichan a figuras del fútbol por millones de euros y aumentan las
ventas de mansiones y yates de lujo. Porque, no nos engañemos. Aquí, los ricos
siguen siendo igual o más ricos que antes. Pero los pobres son más numerosos y
más pobres que antes. Eso dicen los recientes datos de Cáritas. El dinero es el
mismo pero ahora está en poder de unos pocos que lo atesoran en paraísos
fiscales olvidando la necesaria austeridad en la que vivimos la mayoría de
mortales que un día creímos pertenecer a la “clase media alta” porque teníamos
un pisito en la playa, un todoterreno en el garaje, un unifamiliar con jardín y
un imán de nevera recuerdo del viaje a Cancún quince días con la pulserita con
todos los gastos pagados. Pero todo era un espejismo. Una verdad a medias con
los pies hundidos en el barro de una realidad que casi nadie quiso ver ¿Para
qué? Vivíamos bien y al día. Teníamos crédito ilimitado. Algunos tenían grabado
a fuego el lema “Gasta lo que debas aunque debas lo que gastes”. Tarjetas de
crédito a tutiplén, dos o tres hipotecas, 300 invitados al bautizo de mi niña…
Y entonces cayó la tramoya, el decorado ficticio de un teatro de pantomima que
escenificaba una realidad que era una farsa. Y ahora lloramos como plañideras
por lo que pudo ser y no fue. Por un piso en la playa que no podemos vender.
Por una hipoteca que no podemos pagar. Por unos juguetes de reyes que no
podemos comprar. Y llegan los EREs y los expedientes de regulación y lo
despidos al amparo de la “contrareforma laboral”. No sé. Hoy me he despertado
reflexivo y pesimista. Y quería compartirlo con ustedes. Ya está.
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