Es bien sabido, hoy día, que el sexo es fuente de salud, siempre que se practique con naturalidad, respeto y regularidad. Alivia el estrés y calma la ansiedad. Este silogismo, respaldado por científicos, sexólogos y estudiosos de la materia, contrasta con todo tipo de barreras psicológicas que desde siglos se nos impusieron desde las altas instancias religiosas. Años de dictadura bajo palio en los que el sexo era sucio si era ejercido fuera del matrimonio. Años en los que su enseñanza se circunscribía a cuatro libros de contenido casto y con circunloquios indescifrables donde el sentimiento de culpa y de condenación eterna en el averno fluctuaba en cada roce, beso o tocamientos de los denominados impuros. Todo ello provocaba situaciones de frustración al no poder completar con satisfacción unas necesidades físicas inherentes al todo ser humano.
Y qué hablar del papel de la mujer. Condenadas durante siglos a no gozar del sexo, eran simplemente las encargadas de traer al mundo a los vástagos y a cuidar del hogar. Se les enseñaba a cumplir ese rol reproductor y familiar desde pequeñitas. Quedaba claro que el sexo no era importante en sus vidas y que, por tanto, no tenían derecho a disfrutar de él. Cuando pienso en esos años de oscurantismo y tabúes, de duchas frías por supuestos pensamientos impuros, de impúdicos calendarios y revistas en sepia escondidas bajo la cama, de confesiones y arrepentimientos ante un señor con sotana por mirar de soslayo a la vecina del quinto o por calmar a solas y bajo las sábanas las irrefrenables ansias hormonales de la pubertad, me estremezco. Afortunadamente atrás quedaron esos y otros episodios que, los que ya peinamos alguna cana, aún recordamos con incredulidad. Satisface ver cómo los chicos y chicas de la actual generación hablan sin tapujos de situaciones que hace tan sólo tres décadas eran impensables. Hoy, muchos imberbes darían lecciones particulares de sexo a sus abuelos, y muchas abuelas aún se azoran al oír a sus nietas hablar abiertamente de esta materia.
Considero que nada ni nadie, desde cualquier instancia, debe juzgar interponerse en el placer ajeno siempre que exista respeto. Y menos escudándose en el nombre de alguien que predicó el amor y que nunca, que se sepa, condenó su práctica. Estoy hablando de aquellos que durante siglos nos obligaron a comulgar con ruedas de molino con una verdad que consideraban irrefutable porque alguien, un día, lo escribió y decretó en una fría estancia en mitad de la ciudad que fundaran Rómulo y Remo.
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