(Articulo publicado en Viva Jerez el 23/12/2010)
No podía creer lo que estaba viendo. Era ella, la señorita Pilar, mi profesora de primero y segundo de EGB. Paseaba despacio por la calle Corredera, asida al brazo de una chica joven que acomodaba sus pasos al andar sereno de aquella anciana que debía rondar los 90 años. El tiempo había hecho mella en su altiva figura, pero aún atesoraba ese porte distinguido que siempre la caracterizó. Me acerqué y la saludé: Señorita Pilar, buenos días. Supongo que no me recuerda pero… ¡Fernández!, me dijo sin que me diera tiempo a terminar la frase. Si, por supuesto que le recuerdo. Ambos sonreímos y, durante un instante, varios segundos tal vez, el tiempo se detuvo.
Escruté en su mirada, y supongo que ella en la mía, el reflejo de un recuerdo común que nos remontaba a finales de los años 60. Anécdotas, vivencias, amigos… Años pretéritos que rezumaban algo de nostalgia y que de repente volvían a la memoria. Intenté vocalizar algo coherente pero no pude. Era tanta la emoción… Tenía un buen recuerdo de la señorita Pilar. Supongo que uno siempre recuerda con agrado a las personas que, de una u otra forma, le acompañaron a descubrir el hechizo de la vida en su más tierna infancia. Y cuarenta años después, doña Pilar estaba frente a mí…y me recordaba. Supongo que fueron miles los niños que pasaron por sus manos durante su etapa docente, y que recuerda de vista a la mayoría, pero reconozco que me caló profundamente que aún recordara mi apellido. Supongo que era momento para preguntarle qué era de su vida, y cómo se encontraba. Y que yo le hubiera explicado a qué me dedicaba, los hijos que tenía y cómo me iba todo. Pero no lo hice. Tampoco ella lo hizo. Creo que ambos seguimos esa máxima que decía “Si no puedes mejorar el silencio, mejor permanece callado”. Al cabo de unos segundos más, nos despedimos deseándonos lo mejor en las fiestas, en el año nuevo y todas esas cosas que se dicen en estas fechas. Le cogí las manos y se las besé cariñosamente, transmitiéndole un agradecimiento que no había sido capaz de hacerle llegar desde mis labios. Ella siguió andando, despacio, mientras yo, quieto en la acera, la observaba cómo se alejaba consciente de que probablemente era la última vez que la vería. Le debía tanto y me daba tanta rabia no haber podido transmitírselo que estuve a punto de salir nuevamente a su encuentro, pero me contuve.
A veces, los pequeños gestos, una mirada de afecto, una sonrisa de complicidad o un simple apretón de manos, son capaces de manifestar más cosas de las que creemos. Con ese consuelo, seguí mi camino, mientras la señorita Pilar seguía el suyo, supongo que con la satisfacción que el maestro atesora del deber cumplido.
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