(Artículo publicado en Viva Jerez el 17/6/2010)Fue a finales del siglo XV. El dominico Girolamo Savonarola, vestido con andrajos y con una cruz entre sus manos, predicaba en Florencia contra la inmoralidad y la corrupción de laicos y eclesiásticos. El 7 de febrero de 1497, martes de carnaval, levantó en una plaza la célebre Hoguera de las Vanidades, en la que instó al pueblo a quemar todo cuanto les podía proporcionar ocio y placer. Esta destrucción tenía como objeto la eliminación de aquello que se consideraba pecaminoso, incluyendo objetos de vanidad como espejos, maquillajes, vestidos refinados, incluso instrumentos musicales. También tenía como objetivo los libros inmorales, manuscritos con canciones seculares y cuadros, así como pinturas originales sobre temas mitológicos clásicos realizados por Sandro Botticelli, puestas por él mismo en la hoguera. Los registros dicen que la pirámide de fuego tenía veinte metros de alto y que su base mostraba un perímetro de noventa.
En nuestros días, el discurso sobre la Hoguera de las Vanidades se ha reactualizado aludiendo a la frivolidad, al consumismo, a la especulación y despilfarro de ciertos sectores de la sociedad. Hace seis siglos, la vanidad surgía directamente de la Iglesia y más en concreto de las orgías protagonizadas por el papa Borgia Alejandro VI. Hoy, la vanidad la interpreta cierta clase política, financiera, económica y social que, presa de una insaciable gula de dinero y poder, ha engordado el becerro de oro hasta que éste ha reventado en mil pedazos. Y la globalización ha hecho el resto. El pozo económico, la crisis global en la que ahora estamos sumidos es fruto de una vanidad que, en parte, todos hemos ayudado a engordar. Ahora, los grandes mandamases del poder nos proponen encender una hoguera en la plaza de cada ciudad y arrojar a ella parte de nuestras vanidades. Parte de nuestro sueldo, de nuestro bienestar, de nuestro modus vivendi.
Pero en este fuego fatuo también caben otras vanidades más privadas: la ostentación y la pedantería de tener más que el vecino; el vivir en definitiva por encima de nuestras posibilidades. Y ese es un ejercicio individual. Ningún gobierno tiene capacidad para obligarnos a despojarnos de esas mochilas de humo. Somos nosotros, cada uno de nosotros, los que debemos deshacernos de esa carga de vanidad y presunción arrojándola directamente a la hoguera más cercana y observando a continuación cómo ésta la convierte en cenizas.
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