(Artículo publicado en Viva Jerez el 19.10.2017)
Miércoles
por la mañana. Ayer, para más señas. Salgo de casa sobre las 10 de la mañana
con intención de ir andando al centro. Hago ejercicio (que buena falta me hace),
doy un paseo y resuelvo el papeleo pendiente en el banco. Aún me resuenan en los
oídos el estruendo de los truenos de la pasada madrugada, la fuerte lluvia, el
intenso viento que se colaba por las rendijas de la ventana de mi dormitorio.
Vaya nochecita. Los efectos son visibles a medida que voy recorriendo las
calles. Barro, mucho barro. Contenedores volcados. Parkings inundados. Ramas de
árboles arrancadas y poblando el acerado…
En fin, que continué avanzando camino
a la calle Larga y, tras la plaza de San Juan, me adentré por la calle Juana de
Dios Lacoste. Ya saben. Esa cuyas aceras no son tales. Un adoquín adosado a la
fachada y poco más es lo que puede verse en gran parte de esa estrecha calle
como acera. Afortunadamente, cuando se oye venir un coche se puede adentrar uno
en alguna casapuerta, esperar a que pase y volver a la calle. Iba yo en estas
de entra y salgo de las casapuertas cuando en el interior de una de ellas lo
vi. Era un charco monumental en la misma entrada. De repente, y como en cámara
lenta, observé el coche que se acercaba por la izquierda de la calle. Iba a más
de 50 kilómetros por hora. Miré al coche, miré el charco y giré la cabeza en un
intento de hallar algún refugio ante lo que se avecinaba. Nada. Una reja
forjada me impedía pasar al patio y las puertas de la calle estaban atrancadas.
No daba tiempo a quitarles el enorme pestillo que las agarraba a la pared
interna de esos escasos 3 metros cuadrados al que llaman casapuerta. Tampoco
podía salir a la calle. Demasiado tarde. Cerré los ojos, me giré de espaldas y
me apoyé en una de las paredes. Que sea lo que Dios quiera, pensé. Fueron tres
segundos eternos.
El vehículo hundió la rueda delantera derecha en el charco y
atendiendo al principio de Arquímedes, el agua allí depositada experimentó un
empuje en este caso lateral hacia donde yo me encontraba igual al volumen
desalojado. Pimpando me dejó. Fue tal la impresión que me giré rápidamente sin
recordar que aún restaba otra rueda, la trasera que desplazó (en este caso a un
Esteban que se encontraba de frente al charco) todo el agua que quedaba
trasladándola directamente a mi cuerpo ya de por sí mojado. Y allí estaba yo.
Mirándome de arriba abajo. Supongo que la imagen era ridícula, porque pasó una
pareja, me vieron, se miraron y les salió una carcajada de aúpa. Ni ejercicio,
ni papeleo en el banco, ni paseo. A casita, a pegarme una ducha no sin antes
acordarme de la santa progenitora y de la santa descendencia del conductor del
vehículo que ayer pasó por la estrecha calle de Juana de Dios Lacoste.
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