En fin, una noche de esas que se recuerdan semanas y meses después y que algún incauto plasmó en su cámara digital para la posterior vergüenza ajena de los susodichos. Total, que todo iba bien esa noche hasta que alguien dijo eso de ¿Un cubatita, tito? (lo de tito se ha quedado ya in secula seculorum y lo entenderán algunos de los que lean este artículo). En el fragor de la batalla dialéctica, en ese momento de exaltación de la amistad y de análisis pastoso de la raíz intrínseca del pescaíto frito, uno no cae en que la mezcla de fino con otros combinados es mortal de necesidad para eso que llevamos sobre nuestros hombros. Y, al final, uno queda atrapado en los alargados brazos de esas bebidas largas que caen la mar de bien a esa hora de la noche después de mucho rebujito, muchas sevillanas (repito, no entre nosotros) y mucho polvo (el que suelta el albero cuando se taconea bailando la tercera). Y esto no será nada, y pídeme otro que entra muy bien… Y, casi sin darnos cuenta, como diría Sabina, nos dieron las diez y las once, las doce, la una, las dos y las tres…
Casi al amanecer, despedidas y abrazos, juramentos de amistad eterna, de qué bien estoy… Y me acuesto canturreando esa sevillana que se me ha pegado hace tres horas. Y de repente… el despertador. Hago amago de levantarme y un tronar de campanas como las de la Catedral de Sevilla me hacen volver a la realidad. Arcadas infinitas, ojeras espantosas, la corbata y la chaqueta revoleadas por la habitación. ¡Dios, qué resaca!. Y me acuerdo del cubatita y hago votos por no repetir más la experiencia (Al menos hasta la próxima Feria, ¿para qué les voy a engañar?).
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