Cerró los ojos y la besó. Sus labios se entrelazaron ante la
mirada y el aplauso de los invitados. Sintió algo de rubor en sus mejillas y
todo su cuerpo comenzó a temblar. Pero ella, con su mirada sonriente, le
devolvió esa seguridad de la que se había enamorado dos años atrás. Entonces no
creía en el amor a primera vista, ni en flechas mágicas ni en Cupidos. Pero ese
día de noviembre, cuando entró en aquel bar y la vio, sentada al fondo, con su
iluminada sonrisa, luciendo ese suéter azul turquesa y esos vaqueros, todo
pareció oscurecerse a su alrededor. Fue en el instante en que sus miradas se
cruzaron cuando comprendieron que el mundo les pertenecía y que nada ni nadie
podría impedirlo. Y ahora estaba ahí, junto a ella, en el día más feliz de sus
vidas. Miró a sus padres. Recordó el día que les anunció su boda y el profundo
daño que le hizo su silencio… y sus miradas. Pero ahí estaban, con sus ojos
empapados en alegría y con el orgullo reflejado en sus rostros. Dirigió la
mirada al anillo que ahora lucía en su dedo, símbolo de un matrimonio por el
que prometió luchar sin descanso. Instintivamente buscó la seguridad de la mano
de su amada y la apretó con fuerza. Nada ni nadie era más importante que ella.
No imaginaba el resto de vida sin sus caricias, sin su mirada limpia, sin su
complicidad.
A su memoria volvieron entonces recuerdos amargos, indiferencias
hirientes, miradas intransigentes de gente sin corazón que nunca intentó ni
siquiera comprender. Y recordó su lucha interior por aceptarse tal cual era, y
sus tímidos intentos de contarlo a los demás, y las sonrisas maledicentes que
le hicieron tanto daño. Pero pronto comprendió que más personas habían sufrido
durante años, en silencio, ese calvario de injurias y ofensas. Y aprendió a
conocerse, a admitir su condición. Sin propagarla a los cuatro vientos, pero
sin esconderla. Y las cosas comenzaron a cambiar. Poco a poco, pero sin vuelta
atrás. También en un país al que le costaba dejar atrás una mentalidad
anquilosada y en una ciudad que comenzaba a despertar de ese letargo de
prejuicios.
Un difícil camino que ahora quedaba atrás. Volvió a apretar su mano
con fuerza y sonrió. Ella se acercó y le susurró al oído. ¡Te quiero, cariño! Sus
ojos se empaparon de lágrimas. Nada ni nadie podría separarlas ahora. Eran un
matrimonio de pleno derecho, con deberes y obligaciones. Y pensó en el respeto
que todo ser humano se merece, al margen de su condición. Y pensó en miles de
mujeres y hombres que sufrieron y siguen sufriendo por ser diferentes a la
mayoría. Y en el empeño de algunos por negarles la felicidad o por sustraerles
el simple nombre de matrimonio. Se sentía mujer. Se sentía persona. Era el día
más feliz de su vida y nada ni nadie podría impedirlo.
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