Se llama Abdul. Tiene 66 años aunque su
cuerpo enjuto y aceitunado no lo evidencien. Tan sólo los surcos de su rostro
ajado muestran a las claras las muescas de una vida ingrata, intensa e incluso
cruel. Lo conocí hace un par de meses ejerciendo su trabajo de guía oficial en
Tánger, Marruecos. Se me acercó al bajar del Ferry ofreciéndome, por sólo 20
euros, una visita guiada a la ciudad, acompañarme durante las más de 8 horas de
estancia, espantar a los vendedores que te persiguen en cualquier punto del zoco,
llevarme a los lugares alejados del turismo y ayudarme a la práctica del
“regateo” tan extendida en estos lares. Y todo por 20 euros que, además,
recogería al final de la jornada y siempre que el servicio fuera de mi agrado.
Accedí guiado tan solo por mi instinto. Abdul habla 5 idiomas y se defiende en
otros 5 más. Nadie le enseñó. Aprendió en la calle, escuchando y practicando
guiado por la necesidad. Me acompañó al Kasbah y a los jardines del Sultán,
al pequeño Zoco, a la Medina y la Alcazaba, a almorzar
en el Marhaba y a tomar café en el Hotel Minzah. Pero también la otra cara de
Tánger, la alejada del centro comercial, esa a la que rodea la miseria y el
hambre. Niños descalzos en la calle, ancianos de mirada perdida, mujeres
encorvadas del pesado trabajo que le tocó realizar.
Y todo en una ciudad
rodeada de palacios y casas señoriales que se caen a pedazos, vestigios de un
pasado en el que fue colonia española y francesa. Abdul cumplió con creces su
cometido siempre con una sonrisa en los labios. Según me dijo, es el sustento
económico de una familia que, además de sus dos mujeres (en Marruecos se acepta
la poligamia), la componen cinco hijos y dos abuelos. Y todo en una casa de 60
metros cuadrados. Esos 20 euros es el único sueldo que entra en su casa cada
tres días ya que, debido al elevado número de guías oficiales que trabajan en
Tánger, solo se les permite trabajar dos días a la semana. A Abdul se le
humedecen los ojos cuando habla de la Alhambra de Granada y de la Mezquita de
Córdoba. Del parque de María Luisa en Sevilla o del tabanco que visitó en
Jerez. Eso fue hace 40 años, cuando era joven y trabajaba en España de sol a
sol para mandar dinero a su familia.
Ahora, que el gobierno alauí impide
atravesar con normalidad el estrecho, añora esos momentos con la mirada
perdida. Abdul me dejó puntual a la entrada del puerto. Le prometí buscarle la
próxima vez que visitara Tánger. Fiel al pacto le entregué los 20 euros a los
que añadí otros 20 con un guiño de complicidad. Un fuerte apretón de manos selló
el adiós. Al volver la vista atrás me saludó con la mano esbozando una sonrisa
agridulce. Tánger está tan solo a 35 minutos de una España que observa en su
televisor de plasma hablar de crisis económica, de jesulines y campanarios, de
Bárcenas y Puyoles, de la subida del precio del gasóleo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario