Los que me conocen realmente saben de mi carácter hedonista. Muchos me han oído hablar sobre la necesidad de vivir intensamente los momentos felices ya que vivo en la convicción de que la felicidad plena no existe. Considero que vivimos en la búsqueda permanente de una falacia que nunca llega. Una meta que nunca hemos de cruzar porque siempre habrá obstáculos que nos harán recordar que tenemos los pies de barro. Levantamos castillos en el aire que, irremediablemente, están condenados a esfumarse por mor de avatares que no controlamos. Perseguir obsesivamente la fama, el dinero o el amor creyendo que al conseguirlo tendremos una vida plena de felicidad es, simplemente, un autoengaño. La propia vida se encargará irremediablemente de desmontarnos ese efímero castillo de sueños. Reconozco una cierta pesadumbre en el comienzo de este artículo, quizá motivado por mi experiencia como gran constructor de castillos que el paso del tiempo, las circunstancias u otras personas se han encargado de derribar una y otra vez. Es por ello que me declaro proclive a los placeres más inmediatos, al hedonismo más cercano. Ser hedonista es aplicar al máximo el “Carpe Diem” de la Roma clásica: “Vive cada momento de tu vida, como si fuese el último de tu existencia”. El hedonismo es una teoría moral que sitúa al placer (hedoné) en bien último o supremo de la vida humana. De esta forma, disfruto de placeres como el tomar una copa de amontillado en compañía de buenos amigos en la Tasca San Pablo o el Entrevinos; con un largo paseo, sin prisas, al atardecer, desde Fuentebravía a Las Redes; comiendo palomitas mientras veo una buena película bien en casa o bien en el cine; jugando al fútbol o al escondite con mi hijo en el patio de casa; disfrutando de un buen concierto en directo; o simplemente exprimiendo un íntimo instante de reflexión al abrigo de una noche cualquiera. Es más simple de lo que creen, pero a la vez complejo de asimilar. Esos instantes están tan cerca que, a veces, no los observamos. En ocasiones busco, preveo esos momentos felices. En otras aparecen inesperadamente y, entonces, intento no dejarlos escapar. Los exprimo, los dilato para saborearlos al máximo, consciente de que igual otro día llegarán momentos parecidos pero nunca, nunca serán iguales.
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