miércoles, 23 de octubre de 2013

CULTURETAS


(Artículo publicado en Viva Jerez el 24/10/2013)

Me fastidian ese tipo de personas que te miran por encima del hombro cuando dices que te gusta el cine de Esteso y Pajares, que has leído “Las sombras de Grey”  o que no te pierdes un episodio de “Con el culo al aire”. Sí, hablo de esos culturetas que esbozan una leve sonrisa de superioridad porque no has visto subtitulada la última película de ese director esloveno de renombre que no lo conocen ni en su casa a la hora de comer.

Esos que se creen por encima del bien y del mal y que se autoexcluyen en tertulias literarias y en foros elitistas en un afán de demostrar lo buenos que son y lo mucho que saben. Esos que utilizan palabras rimbombantes, términos seudocultos o expresiones ininteligibles para poner una barrera invisible con el resto de mortales. En esta fauna incluyo a algunos tertulianos, articulistas, críticos o aprendices de escritores o periodistas a los que se les da pábulo en determinados foros porque hablan con voz engolada de la vida de Politkósvskaya, del franco descenso de la microeconomía en Pakistán o de la estructura interna del blastocito, en un intento autoafirmarse y demostrar lo que no son (Alguien afirmó, con razón, que “Todo el que diga yo soy, es porque no tiene a nadie que le diga tú eres). 

No meto a todos en el mismo saco porque, de vez en cuando, te encuentras con personajes de altura que no necesitan demostrar nada porque lo son todo, que se adaptan y que reconocen estar en continuo aprendizaje. Personas de altísimo nivel cultural que se mimetizan con lo que les rodea, que dan a cada cual su sitio y cuya compañía siempre es grata. A esos no va dirigido este artículo. Va enfocado a esos que deberían tener grabado a fuego eso de “Sólo sé que no se nada”.  Esos que nunca reconocerán en público que han visto “La voz” o que alquilan a escondidas el DVD de “El fontanero, su mujer y otras cosas de meter” (Por cierto, una película de culto que no debería faltar en su videoteca, al igual que otros títulos como “Los bingueros”, “Alguien penetró en el nido del cuco” o “Lo verde empieza en los Pirineos”).  Reconozcamos de una vez que alguna vemos “Sálvame”, que ojeamos el “Hola” en la peluquería o que nos dormimos viendo el documental de la 2. No pasa nada por aceptarlo. Podemos ser los más cultos del planeta y, a la vez, aprender de un viejo labrador. Podemos gozar una vez más con “Ciudadano Kane” o “El Acorazado Potemkin” y, a la vez, sonreír con la última de la saga “Torrente”. Leer a Kierkegaard o bucear en la vida de Freud y ojear el “Semana”. De todo se aprende. Lo peor es creerse mejores o superiores por leer, ver o hablar de temas “cultos” y mirar por el encima del hombro a quien no pudo o no quiso llegar a tan “altas cotas” del conocimiento. A estos culturetas les invitaría a ver subtitulada al chino mandarín el clásico: “El fontanero, su mujer...”. ¡De culto, oiga!

miércoles, 16 de octubre de 2013

SEÑOR ESTEBAN


(Artículo publicado en Viva Jerez el 17/10/2013)
Hola, buenas tardes señor Esteban. Reconozco que, en principio, no reaccioné a esa voz caribeña que oía por el móvil. ¿Señor Esteban, está usted ahí? Miré el reloj. Las cuatro de la tarde. Justo en medio de la diaria siesta que no perdono por nada. ¿Quién es, qué quiere? Hola señor Esteban, mi nombre es Flavia y le llamaba para preguntarle si está contento con el consorcio de su celular. ¿Lo qué? Oiga será que son las cuatro de la tarde, que me acaba de despertar de la siesta o la modorra que tengo pero entendí ni una palabra. Señor Esteban. Le llamo desde el consorcio X (entenderán que no haga publicidad a esa compañía telefónica…) y le ofrecemos Internet para su computadora y una línea económica para su celular por tan solo X euros (tampoco publicitaré la oferta). ¿Qué le parece señor Esteban? Es menos de lo que está pagando. Allí estaba yo, sentado en la cama (siempre duermo la siesta en la cama y con pijama), despeinado, con restos de babilla aún en la almohada y mirando fijamente el móvil sin acabar de creer lo que oía. Respiré hondo. A fin de cuentas, esta mujer está trabajando y no seré yo quién la mande a… tomarse un refresco. En primer lugar, señorita, ¿Cómo sabe mi número de teléfono o celular o lo que sea? Y ¿Cómo sabe lo que pago en mi factura? Se supone que son confidenciales. Señor Esteban, los licenciados de este consorcio me pasaron los datos. ¿Qué le parece la oferta? Es única para usted y… ¡No pude más!. 

Reconozco que no estuve muy fino, pero colgué el teléfono dejándola con la palabra en la boca. Un minuto después, volvió a sonar el móvil y, nuevamente, con número oculto (algo que me fastidia sobremanera). Señor Esteban, buenas tardes. Antes se cortó la comunicación. ¿Qué le parece la oferta? ¿Está usted contento con el consorcio de su celular? ¡Y vuelta la burra al trigo!. Señorita Flavia, no quiero cambiar. Estoy contento con mi consorcio, con mi celular y con mi computadora (ya, a estas alturas, se me había pegado el hablar caribeño). Gracias, no me interesa. ¿Por qué, señor Esteban? Es una oferta irrechazable pensada para usted. Lo siento, cuelgo. No me llame más. Lo pensé pero al final no silencié el móvil pensando que no volvería a llamar. 

Y a los 5 minutos, otra vez la llamada oculta. Pensé en estrellar el móvil contra la pared pero ¿qué culpa tenía mi “celular”? ¿Dígame? ¿Señor Esteban? Mi nombre es Graciela (otra telefonista) y le llamaba para preguntarle si está usted contento con el consorcio de su celular. Me encendí. Cambié la voz a más grave y con tono agresivo le dije: Oiga, llama usted con número oculto a la Jefatura Nacional de Policía Criminal. Algo penado por la ley. Identifíquese para proceder a su inmediata detención. Colgó. Ni un comentario, ni una disculpa. Colgó. Aprendí varias cosas de todo esto. A silenciar el móvil durante la siesta. A no responder a un número oculto. A no ser tan paciente ante una compañía acosadora y a desconfiar de alguien que ponga el señor antes del nombre. Por si acaso…

miércoles, 2 de octubre de 2013

POLÍTICAMENTE INCORRECTO


(Artículo publicado en Viva Jerez el 3/10/2013)
Estoy cansado. Harto de los extremos a los que hemos llegado en esta sociedad pretendidamente igualitaria. Hastiado de los excesos a los que nos someten los nuevos adalides de una democracia mal entendida. Fastidiado por tener que comulgar con ruedas de molino cada vez que hablo o escribo en determinados foros como éste. Siempre hay algún miembro o “miembra” escondido tras unas siglas rimbombantes que se aferran a una expresión, a un comentario de un artículo o a una simple palabra sacada de contexto para tacharte de homófobo, machista, rojo, facha, racista o xenófobo. Y no trata de la ofensa gratuita a las minorías sociales, que es execrable a todas luces. Hablo de tener necesariamente que coger el rábano por las hojas cada vez que escribo o hablo con el propósito último de quedar bien con todo el mundo. De tener al lado el diccionario de lo políticamente correcto para revisar mientras se escriben las palabras que “no deben pronunciarse” (aunque aparezcan en el RAE y se hayan utilizado desde siglos), por otras que sí están “permitidas” y que presumiblemente no incomodan a una sociedad a la que le trae al pairo este tipo de eufemismos ridículos y circunloquios absurdos de género o condición para referirnos a personas o situaciones. 

En este artículo, comprobarán que no he puesto ejemplos porque estoy convencido de que me atestarían la bandeja de entrada de mi buzón con insultos, descalificaciones y demás lindezas envueltas, muchas de ellas, en halos aleccionadores y llamadas constantes a la contrición de mis pecados cual oveja descarriada. Pero estoy seguro de que en la mente de muchos de ustedes aparecen cientos de ejemplos de la vida cotidiana. De hecho, les confieso que me costó escribir estas líneas. He borrado varias frases y palabras susceptibles de ser políticamente incorrectas, en un claro ejercicio de autocensura, consciente de que no puedo abstraerme al hecho de vivir en sociedad, pero sí de criticarla cuando crea oportuno. 

Pero en las distancias cortas, yo seguiré llamando negro a un amigo de color y ciego a un invidente con el que he pasado más de una noche de juerga. Y le contaré un chiste de mariquitas a un amigo gay y le diré “viejo” a mi padre, y hablaré de borrachos en vez de beodos, de gordos en vez de entrado en carnes y de aborto antes que de interrupción voluntaria del embarazo. Creo que, al final, la cuestión no es “lo que se diga” sino “cómo” se diga. En mi caso, respeto profundamente a todos, y los que me conocen así lo atestiguarán. Y ahora, si a alguien incomodé con mi artículo, adelante: abajo tienen mi web. La hoguera está preparada y el reo dispuesto a que lo quemen para escarnio público. Pero seguro, que en el fondo, todos (y todas) piensan como yo.   

miércoles, 25 de septiembre de 2013

CHICHARRÓN


(Artículo publicado en Viva Jerez el 26/9/2013)
Crujiente, sabroso, condimentado con pimentón, sal o pimienta negra en grano. En taquitos o en lonchas. Acompañado por un buen mosto de Trebujena, unos rabanitos y un ajo caliente. En casa, en el bar de la esquina o en una viña o venta. De Chiclana o de Jerez. Solo o en manteca colorá, frío o calentito, con picos o con pan de campo de la Venta Las Cuevas. Chicharrón. Tan sólo con pronunciar esta palabra se me hace la boca agua y evoco esos días entresemana en los que la calle Justicia donde nací olía a chicharrones recién hechos. Desde primera hora, en la carnicería de la esquina, fundían la grasa o manteca de cerdo y los trocitos de carne recubiertos de parte de la grasa fundida. Ese olor, que recorría la collación de San Juan colándose por cada una de sus ventanas y casapuertas abiertas, se me ha quedado desde entonces impregnado en la pituitaria. 

De vez en cuando, renace ese cálido aroma a colesterol puro cuando paseo junto a algunas de las carnicerías de la ciudad, como la de Vicente, en la calle Diego Fernández Herrera. Y entonces, me traslado a esos años de mi niñez, en los que mi madre me mandaba a la carnicería de Manolo, en la calle San Juan, a comprar un cartucho de chicharrones calentitos, recién hechos. Yo cogía ese papel de estraza y, de camino a casa, pillaba furtivamente el primero que veía y me lo metía en la boca degustando ese exquisito manjar. Hoy, con el peso de los años (y de los kilos de más, porqué no decirlo), me resisto a caer en la tentación de comprarlos. Aunque otra cosa es que te lo pongan en la mesa en alguna comida de compromiso o en alguna barbacoa como a la que asistí hace unas semanas en casa de mi amigo Toni Rodríguez. En ese caso, reconozco mi falta de voluntad cayendo irremisiblemente en su degustación, cerrando los ojos para no perder comba del momento, y masticando lentamente para sentir mejor todos sus matices. Algo parecido me pasa cuando voy a un bar y, sobre el mostrador, observo una gran cazuela de barro rebosante de chicharrones. 

Debería estar prohibido y castigado con penas de prisión perpetua, porque es una tentación a la que es difícil sustraerse. Los chicharrones te miran y tú los miras. Alejas la mirada pero ahí están, como diciendo “cómeme”. Y entonces levantas la mano. ¡Jefe, una tapita de chicharrones!. Y ahí están. La copita de Tío Pepe a tu diestra, los chicharrones a tu siniestra y enfrente un platito de picos. Eres consciente de que, justo cuando termines de comértelos, aparecerá un sentimiento de culpa acompañado de un sincero arrepentimiento y la promesa de no volver a probarlos por aquello de la dieta y de los quilos de más. Pero ¿qué se le va a hacer?. Están tan buenos… ¡A ver si alguien inventa los chicharrones light!. El éxito estaría asegurado. Yo… el primero. 

jueves, 19 de septiembre de 2013

EL ESCENARIO

(Artículo publicado en Viva Jerez el 19/9/2013)
En ocasiones, sentarse delante de un ordenador con la esperanza de escribir un artículo con sentido, chisposo o simplemente con coherencia, se hace muy cuesta arriba cuando tu espíritu divaga por oscuros lares de inquietud. No corren buenos tiempos para casi nadie. El desasosiego por el presente y por el futuro que se nos avecina apaga la tenue llama de optimismo que cada mañana se enciende en nuestros corazones. La esperanza y la ilusión acaban sepultadas por la realidad. Quizá porque hasta ahora, muchos hemos venido observando el escenario desde el patio de butacas, ajenos a la representación que veíamos sobre las tablas. Pero todo acaba. De un tiempo a esta parte, decenas de nuevos actores sin experiencia se han visto forzados a subir al escenario abandonando ese cómodo patio de butacas en el que estaban felizmente sentados. A veces, alguno logra bajar y volver a sentarse. Pero solo un rato. Al poco tiempo, el acomodador le insta a volver a un escenario que, en los últimos años, se ha visto desbordado de actores noveles. Y, paradojas de la vida, cada vez hay menos butacas. En ocasiones, alguna queda vacía porque su ocupante se marcha a su casa a descansar. Pero nadie la vuelve a ocupar. La retiran y la guardan en una habitación oscura a la espera de mejores tiempos. 

¿Culpas?. Todos tenemos alguna parte. Los dueños del Teatro, los actuales y los que les precedieron, por no saber llevar bien una gestión para la que fueron elegidos por todos. Los señores del puro porque nos prestaron alegremente el dinero para tener la mejor butaca y el mejor sitio para ver la representación, y ahora, no sólo cierran el puño, sino que nos amenazan con quitarnos el asiento para siempre. Y nosotros, todos, por creernos la falacia de que asistíamos a la mejor representación en el mejor teatro, por dejarnos embriagar por los focos de colores que iluminaban el escenario sin ver que todo era puro teatro y que tras el decorado solo había cables, tablas de madera y la oscuridad más absoluta. No nos percatamos que alguien había cambiado los carteles de la puerta y que la función ya no era una comedia sino un drama. ¿Y ahora, qué hacemos?. 

Algunos ya han comenzado a protestar y acampan a las puertas del teatro. Otros abuchean y patalean sobre el escenario en un intento de hacerles ver a los dueños del teatro, a los señores del puro y al público que la obra no les gusta y que debe cambiarse. Pero son pocos aún. Hace falta más ruido. El suficiente para que los dueños del Teatro aumenten su aforo y vuelvan a poner las butacas. Para que los del puro reabran sus puños cerrados. El suficiente como para que vuelva la comedia al escenario y los actores sin experiencia al patio de butacas, que es donde deben estar… Sin saber cómo he terminado de escribir. Y creo que me ha servido de terapia para encarar con optimismo un futuro en el que ahora creo. Todavía podemos cambiar el guión. Es difícil pero no imposible. Globos verdes color esperanza se dejan ver ya por el horizonte.