jueves, 12 de septiembre de 2013

ANTONIO


(Artículo publicado en Viva Jerez el 12.9.2013)
Lo recuerdo enjuto, alto, espigado. Pasaba cada día por la puerta de mi casa y mi madre le compraba aceitunas, tagarninas, caracoles, espárragos o lo que llevara en sus cestos colgados a horcajadas en su bicicleta BH. Antonio, que así se llamaba, era padre de cuatro hijos pequeños y sacaba adelante a su familia vendiendo por las calles lo que sus manos habían recogido de madrugada en el campo. Su sempiterna sonrisa y su voz cantarina anunciando su llegada aún las tengo grabadas en mi memoria. Sobre las dos de la tarde, Antonio se dejaba ver calle Justicia arriba y, en ocasiones, me daba un regaliz o un caramelo de menta con un guiño de complicidad “no se lo digas a mamá, que si no después no comes...”. Y entonces, yo salía corriendo escaleras arriba gritando “mamá, mamá, que ha llegado Antonio”, mientras escondía el regaliz en el bolsillo. 

Una tarde apareció en una Montesa que había comprado de segunda mano. Me alegré. Así, nos dijo, me da tiempo a recorrer más calles y vender más. En ocasiones, le acompañaba su hijo Fernando, de mi edad, que le ayudaba a envolver en papel de estraza los arencones, a pesar el cuarto y mitad de las aceitunas o a meter en pequeñas bolsitas los caracoles. Años en los que los hijos fueron creciendo y de una casa de vecinos cerca de San Lucas la familia pasó a un piso de tres habitaciones en La Coronación; y de la Montesa pasó a una furgoneta que además le servía para llevar a los niños a la playa o al campo los domingos. Se le veía feliz y yo me alegraba de cómo su vida cambiaba para mejor. Y de repente, desapareció. Un buen día dejó de venir. Muchos vecinos se interesaron por él, hasta que alguien nos dijo que había enfermado. Una grave dolencia había acabado con su movilidad y ahora se encontraba postrado en la cama de por vida. Tenía 40 años. Mi madre y unas vecinas fueron a visitarlo a su casa y recuerdo la colecta que se hizo en el barrio para aliviar la precaria situación económica de la familia. No volví a verlo jamás. Y vaya que se le echaba de menos. Fernando heredó el “oficio”, pero no tuvo suerte. Al principio los vecinos le compraban, recordando a su padre, pero simplemente “no era Antonio” y al poco tiempo dejó de venir. 

Han pasado casi treinta años y este pasado sábado alguien me dijo que Antonio había fallecido a los 68 años. En la cama, rodeado de los suyos. No sé porqué hoy le dedico este artículo. Quizá porque admiraba su tesón, su afán por sacar adelante a su familia por encima de todo, por ese trabajo que le llevaba a madrugar para ir al campo a coger lo que pudiera y después venderlo con todo el arte del mundo. Quizá por esa sonrisa y esa cantarina voz con la que nos sorprendía cada día. Nunca le vi un mal gesto, una mala palabra o un mal comportamiento. A veces, cuando vuelvo a casa de mi padre, en la calle Justicia, parece que oigo el sonido de su Montesa. Por un instante cierro los ojos y ese recuerdo me trae olores de mi niñez y agradables sabores a menta y a regaliz.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

GALERÍA DAZA

(Artículo publicado en Viva Jerez el 5/9/2013)
Conozco a Manolo Daza desde… bueno, desde casi toda la vida al igual que miles de jerezanos y jerezanas que tuvieron la gran fortuna de compartir aula con él y recibir sus sabios consejos en Magisterio, o en los Marianistas o en tantos colegios donde impartió sus magistrales clases durante décadas. Como buen profesor de dibujo, Manolo me hizo comprender que el arte está hecho para ser sentido y no para ser comprendido. Que un buen cuadro es aquel en el que te paras sin saber porqué, y lo miras, y te adentras en él y te llega a lo más profundo. Y eso, decía, no puede explicarse. Que la técnica es importante, fundamental, pero que hay algo más que únicamente unos pocos saben transmitir. Y bien que lo sabía, porque su apellido ha sido, es y será un “referente artístico e imprescindible en esta ciudad”, como bien señala mi buen amigo y crítico de arte, Bernardo Palomo. 

Y es que aún recuerdo el saludo y la sonrisa del desaparecido Paco Daza a las puertas de su galería de la calle Tornería, mientras me invitaba a pasar a ver su última exposición. O la de Rodrigo, dando el último retoque al dorado paso de la Amargura. Si a todo esto, se le suma el profundo cariño que le tengo a Manolo y que comparto con su mujer, Margot y con toda su familia, es por lo que la llamada de su hijo, José, anunciándome la próxima apertura de la galería de arte que lleva su apellido, me agradó tanto que me decidí a dedicarles este artículo. Es encomiable el trabajo, la dedicación y el esfuerzo que han puesto Raquel Fernández y el propio José Daza en rescatar y rehabilitar para la ciudad una céntrica casa en la calle San Pablo número 4 donde dar forma a este proyecto empresarial. Una decidida apuesta, una valiente aventura profesional de dos galeristas jerezanos por la creación de este espacio expositivo que la ciudad demandaba desde hace años y que no ha estado exenta de sacrificios teniendo en cuenta los delicados momentos económicos que todos vivimos. 

Pero la Galería Daza no se limitará a exponer y vender cuadros. Raquel nos propone un punto de encuentro de artistas, creadores, profesionales, aficionados y amantes de la cultura, en general y del arte en particular. Un espacio abierto, vivo y participativo en el que, además de contemplar las obras expuestas, podremos tomarnos una copa en la coqueta cafetería que permanecerá abierta al público en el mismo recinto, mientras asistimos a alguna charla sobre arte, un recital de música o una lectura poética. La Galería Daza, a la que auguro grandes éxitos de la mano de Raquel Fernández, se inaugura este sábado, precisamente, con una muestra de la extensa obra de Manolo (todo un lujo) que podremos disfrutar hasta el 31 de octubre. 

miércoles, 17 de julio de 2013

MANOLIN

(Artículo publicado en Viva Jerez el 18/7/2013)

Eran alrededor de las cuatro de la madrugada. Afortunadamente decidí no ir en coche a la fiesta previendo la larga noche de copas. Regresaba a casa andando por una ciudad a esa hora desierta, en blanco y negro. Por calle Porvera me encontré con el camión de la basura y con una pareja que hacía arrumacos en una casapuerta junto a esa misteriosa tienda de máquinas de escribir ¿? que constituye sin duda uno de los enigmas más insondables de esta ciudad. Al filo del antiguo quiosco de Paco Castro, torcí por Chancillería. Ya en su tramo final, junto a Las Reparadoras, me quedé mirando a un hombre que venía por la misma acera pero en sentido contrario. No me pregunten porqué, pero me pareció extraño. Cuando nos cruzamos, el tipo me pidió fuego sin mirarme a la cara. No fumo. ¿Y un euro para un café?  Uy, lo siento. ¿Seguro?, me dijo mientras sacaba una navaja del bolsillo y amenazaba con rajarme si no le daba la cartera. Me quedé de piedra. 

De repente, el tipo me miró fijamente. Fue tan solo un segundo pero su rostro cambió de repente. ¿Esteban?, me preguntó. Sí, le dije yo con voz temblorosa. ¿No te acuerdas? Soy Manolo. Manolín, el hijo de Paco. El hermano de Antonio. Vivía en la calle Justicia, unas casas más abajo que la tuya. Rosa, mi madre, compraba en la tienda de tus padres y yo estudié en el colegio del Dute Robaperas. Manolo, Manolín… En ese momento vinieron a mi mente fugaces momentos de esa familia que un buen día dejó el barrio y se mudó a San Juan de Dios. De Paco, sin oficio conocido y que se bebía hasta el agua de los floreros en el bar “La Fábrica”. De Antonio, que ya robaba desde muy temprana edad para pagar sus correrías a Venus y que un día amaneció muerto en Rompechapines a consecuencia de un mal viaje. De Rosa, que hacía malabares para dar de comer a su familia aguantando las palizas de su marido. Y cómo no, de Manolín. Un joven enjuto que un mal día viró su camino y comenzó a trapichear con todo. La cárcel se convirtió en su segunda casa, aunque a decir verdad no se le conocía domicilio fijo después de que su padre muriera de cirrosis y su madre probablemente de pena. 

Y allí estaba ahora, mirándome con una sonrisa socarrona mientras guardaba su navaja. ¿Qué tal, tío? Te veo en la tele. Eres un buen tipo. Perdona por lo de la navaja pero, ya sabes, debo buscarme la vida… Me acompañó a casa. Hablamos de conocidos comunes, de esos tiempos en los que la calle era un gran salón de juegos, de cómo habían cambiado nuestras vidas. Nos despedimos con un abrazo. No he vuelto a verlo. Alguien me dijo que regresó a la cárcel, pero esta vez por muchos años. A veces pienso en Manolín. Y me pregunto cómo hubiera sido su vida si su familia, el entorno y las circunstancias hubieran sido otras. No seré yo quien lo juzgue. Porque juzgar es fácil. Y castigar, también. Lo difícil es ponerse en la piel de una persona a la que la vida no le dio la más mínima oportunidad.   

miércoles, 10 de julio de 2013

EL MOSQUITO


(Artículo publicado en Viva Jerez el 25/6/2013)
Estaba cansado. El día había sido duro y caluroso. ¿Quién dijo que este año no iba a ver verano? La mañana trabajando, mediodía de reunión familiar y tarde de compras. Un día completito y, para colmo, me había perdido mi sagrada siesta vespertina que, parafraseando al malogrado Cela acostumbro a dormirla “con padre nuestro, pijama y orinal” (lo del pijama lo suscribo, lo del padre nuestro menos y lo del orinal… me suena a una guarrada a esta alturas). En fin, que allí estaba yo después de una dura jornada, recostado en el sofá mientras comenzaba a sentir cómo los párpados cedían lentamente. Justo después de la tercera cabezada, y visto que en la tele solo ponían reposiciones infumables, decidí acostarme. Eran las once pero nada me hacía suponer la nochecita que se avecinaba. 

Todo fue bien las tres primeras horas pero, al filo de la dos de la madrugada, un zumbido fino, hiriente, desagradable e insoportable me taladró el tímpano haciéndome despertar al instante. No sé si a ustedes les pasa lo que a mí, pero me siento incapaz de dormir ante la presencia de un mosquito que no tiene otra cosa que hacer (y mira que es grande la habitación), que pasearse desafiante por mi oído emitiendo su inconfundible e insufrible zumbido. Encendí la luz, me puse de pié en la cama y armado con mi letal almohada de látex me dispuse a acecharlo. Lo oía. Sabía que estaba en algún lugar de la habitación, pero no lo veía. Para colmo, sentí un ligero escozor en la pantorrilla; síntoma inequívoco de que el maldito insecto volaba con, al menos, una gota de mi sangre en su panza. De repente lo vi. Estaba posado junto a la mesita de noche. Respiré hondo, me acerqué despacio, reconocí el terreno y… ¡almohadazo que te crió!. El resultado fue una lamparita rota y el rolex que había dejado en la mesita revoleado por el dormitorio. Busqué su cadáver sin éxito, así que me volví a acostar con la sonrisa de la victoria en mis labios. No habían pasado ni diez minutos cuando volví a sentirlo traspasar mi oído, el tímpano, el martillo, el yunque y adentrase en lo más hondo de mi cerebro hasta hacerme perder los nervios. Vuelta a encender la luz y a trazar una nueva estrategia. Así toda la noche hasta que el reloj no marcó las seis. 

Recuerdo el momento como si lo estuviera viendo. Ese mosquito, descansando tan plácidamente en el techo y esa almohada de látex impactando sobre él. No lo toqué. Allí quedó para la posteridad. Aplastado, ensangrentado y pegado al techo. Cada noche, al acostarme elevo mi mirada y lo veo. Estoy seguro que es la mejor advertencia para otros congéneres que quieran desafiarme. ¿Qué se han creído?. ¡No saben con quién están tratando!. ¡Vamos, hombre!.  Y es que yo soy así…

miércoles, 3 de julio de 2013

GLOBOS VERDES

(Artículo publicado en Viva Jerez el 4/7/2013)
A veces los sueños se hacen realidad. Otras, se aparcan a la espera de mejores tiempos. La mayoría se esfuman, se pierden en ese mundo onírico de imaginarios globos de color verde esperanza que se llenan del fresco aire de las ilusiones, pero que en el ascenso chocan con el inexorable techo de una realidad que les impide salir. Y es entonces cuando muchos explotan. Y se olvidan. Y desaparecen. Proyectos, planes de futuro que un día imaginamos con la confianza puesta en hacerlos realidad pero que impactaron de frente con los muros de la intransigencia de una sociedad que solo cree en lo que ve, en lo seguro. Pero las cosas están cambiando. La realidad que nos ha tocado vivir está haciendo posible que muchos de esos globos verdes escapen al fin y alcen el vuelo surcando el cielo. Es probable que muchos de ellos tengan una corta vida y exploten. Pero habrán salido y al menos habrán tenido la gran oportunidad de ser visibles. Otros, sin embargo, crecerán y, en algunos casos, se convertirán en grandes globos verdes que seguirán ascendiendo. Pero ojo, nadie dijo que llegar hasta aquí, e incluso mantenerse, fuera fácil. Hay que soportar las flechas que nos lanzan otros globos que creen haber comprado el cielo porque llegaron antes. Pero el cielo es de todos y hay hueco para que cualquier globo demuestre su valía y que sean los demás quienes juzguen su trayectoria.  

Buen ejemplo de ello es la empresa Xerintel, de mi amigo Alberto Alcántara que ya ha alcanzado un trocito de ese cielo; el soplo de aire fresco de Airearte, de Juan Miguel Blanes; el toque innovador de Marco Antonio López con Jerez Emprende; la apuesta por la música de María José Rodríguez con Escena Lírica; la imagen hecha arte de Monty Montero y Jose Melero con Handa Films; la profesionalidad más joven de Cristina Lojo y Lourdes Rojí con LC Comunicación; el acercamiento a nuestro entorno de Eduardo Valderas y Cecilia Rodríguez con Spirit Sherry; la valentía de César Pérez con Jerez sin Fronteras y su tabanco de plaza Rivero; el desarrollo de proyectos urbanos de Jose María Aragón, Carlos Gutiérrez y José Luis Nieto con Livingtown; la imaginación de Eva Lara, Mayte Gutiérrez y Gema Trigo con UnMandaito; el ímpetu de los hermanos Pablo y Carolina Ruiz Amo con Urban Oasis; el ritmo más innovador de Alabrisa Eventos, de Jesús Pérez; la experiencia puesta al servicio de la comunicación con Sinlímites, de la reconocida periodista Amparo Bou; la innovación tecnológica que defiende Komuniko, de Toni Rodríguez; el empeño de la diseñadora Mónica Padilla, el tesón de María Bonald, la valentía de Lola Rueda y tantos otros emprendedores que cada día apuestan por sacar esto adelante.

Globos verdes, de distintos tamaños, que ya surcan el cielo de Jerez. Están ahí. Solo hay que alzar la vista para verlos. Y todos ellos surgieron de ese lugar de donde nacen los sueños.