Me envalentoné y volví a la senda de lava
hirviendo en que se había convertido a esa hora la calle. Hubiera dado mi vida
por una gorra o vendido mi alma por una Mirinda fresquita. Miré a mi alrededor.
Creo que me he perdido. En fin, para eso está el GPS del móvil. Metí la mano en
el bolsillo para cogerlo y ¡Ahhhh! Me costó volver a dejarlo en su sitio porque
quemaba tanto que se me quedó pegado como una calcomanía (aún me aparece en la
palma de la mano el anagrama de Samsung). De repente, como en cámara lenta, se
paró junto a mí en un semáforo un BMW blanco con una rubia espectacular en su
interior (tipo sueca, vamos). Su pelo ondeaba recibiendo el frío aire
acondicionado mientras abría una helada lata de Cruzcampo con su punto azul
brillante. Le dio un sorbo y giró la cabeza. Me sonrió, abrió la ventanilla y
acercándome la cerveza me dijo ¿Quieres una? Sube y te llevo a donde quieras… Vi
el cielo abierto. Creí en Dios, en el Dalai Lama, en Elvis y en todos los
dioses del Olimpo juntos.
Saqué pecho, encogí la barriga, puse la mejor de mis
sonrisas y… de repente, me adelantó por la derecha un moreno cordobés de metro
noventa, delgado, cachas y con una sonrisa perfecta, de esas de anuncio de
dentífrico. En fin que, visto lo visto, bajé la cabeza buscando un boquete para
meterla y disimulé como pude mientras observaba por el rabillo del ojo al
moreno y a la rubia tomándose unas cervezas mientras el BMW se perdía por la
plaza… Comprendí entonces que la culpa de que la rubia se fuera con el cachas
en vez de conmigo era de la maldición gitana. Si no, de cómo y de qué se iba a
ir con “ese”. No sé qué tenía él que no tuviera yo.