
Les confieso que cada vez paseo menos por algunas zonas del casco histórico. Por vergüenza, por rabia, por lástima tal vez. Alcaidesa, Liebre, Justicia, Palma, San Juan, Orbaneja y un largo etcétera de calles de las collaciones de San Mateo, San Lucas y San Juan (por hablar tan solo de la zona donde nací y me crié) se muestran despobladas, descuidadas. Casas de vecinos sin risas ni voces, sin geranios ni ropa tendida, sin cantes por bulerías ni toques a compás, sin la lima o el bolindre ni elásticos para saltar a la comba. Fincas medio derruidas asediadas por jaramagos, casas palacio apuntaladas, plazoletas sin travesuras. Barrios sin zapateros remendones, sin colmados, sin quioscos de chucherías. Ese centro histórico que Jerez mostró orgulloso durante siglos se presenta en pleno siglo XXI como un recuerdo olvidado, como esos colosales decorados de las grandes películas que ahora, tras la gloria, duermen el sueño de los justos, arrinconados, cogiendo polvo, comidos por la carcoma.
Me da pena. Se me revuelve el alma ver cómo el verdín y la suciedad se comen poco a poco los vetustos muros de las iglesias. Me enerva ver cómo las pintadas campan obscenas a sus anchas. Me inquieta comprobar cómo se ha olvidado esa cal blanca que hervía en los corrales de las casas de vecinos y que llenaba de luz sus fachadas. A veces, cierro los ojos y recuerdo el colegio del Dute Robaperas en calle Justicia y los niños que corrían a la salida con remiendos en los pantalones. Me viene el olor a pan recién hecho del horno de la cuesta Orbaneja o el de los chicharrones de la carnicería de la calle San Juan o el del vino que se derramaba de esos tubos que atravesaban las calles de bodega en bodega, o el del gasóleo del surtidor del Arco de Santiago; y me llega el ruido de la imprenta de la calle Palma, el de los “Futbolines Paco” en calle Escuelas o el del taller de bicicletas de la plaza Carrizosa; el meneo de las fichas de dominó del bar “Las Piedras Negras” en Plaza San Juan o el “Pare y Beba” de la Plaza de los Ángeles; y me parece ver el caqui inconfundible de los soldados del cuartel de Tempul cuando salían de permiso; y el traqueteo de la maquinilla por calle Ancha o el de la fábrica de hielo de Benavent de la plaza Cocheras o el del taller mecánico de plaza Peones; y el sonido de las películas de indios que se escapaba en esas noches de verano junto al Terraza Tempul. Y el flautín del afilaor y el vozarrón del que vendía los mostachones de Utrera.
Y tantas y tantas sensaciones que ahora sólo habitan en la memoria de los que ya peinamos algunas canas. Porque después, abro los ojos y vuelvo a una realidad que dista mucho de la que atesoran mis recuerdos. Y veo calles sin niños y plazoletas sin madres con carritos de bebé y cascos de bodega abandonados a su suerte. Y entonces me entristece ver un presente al que, hoy por hoy, no le veo futuro.