Estaba cansado. El día había sido duro y caluroso. ¿Quién
dijo que este año no iba a ver verano? La mañana trabajando, mediodía de
reunión familiar y tarde de compras. Un día completito y, para colmo, me había
perdido mi sagrada siesta vespertina que, parafraseando al malogrado Cela acostumbro
a dormirla “con padre nuestro, pijama y orinal” (lo del pijama lo suscribo, lo
del padre nuestro menos y lo del orinal… me suena a una guarrada a esta
alturas). En fin, que allí estaba yo después de una dura jornada, recostado en
el sofá mientras comenzaba a sentir cómo los párpados cedían lentamente. Justo después
de la tercera cabezada, y visto que en la tele solo ponían reposiciones
infumables, decidí acostarme. Eran las once pero nada me hacía suponer la
nochecita que se avecinaba.
Todo fue bien las tres primeras horas pero, al filo
de la dos de la madrugada, un zumbido fino, hiriente, desagradable e
insoportable me taladró el tímpano haciéndome despertar al instante. No sé si a
ustedes les pasa lo que a mí, pero me siento incapaz de dormir ante la
presencia de un mosquito que no tiene otra cosa que hacer (y mira que es grande
la habitación), que pasearse desafiante por mi oído emitiendo su inconfundible
e insufrible zumbido. Encendí la luz, me puse de pié en la cama y armado con mi
letal almohada de látex me dispuse a acecharlo. Lo oía. Sabía que estaba en
algún lugar de la habitación, pero no lo veía. Para colmo, sentí un ligero
escozor en la pantorrilla; síntoma inequívoco de que el maldito insecto volaba
con, al menos, una gota de mi sangre en su panza. De repente lo vi. Estaba
posado junto a la mesita de noche. Respiré hondo, me acerqué despacio, reconocí
el terreno y… ¡almohadazo que te crió!. El resultado fue una lamparita rota y
el rolex que había dejado en la mesita revoleado por el dormitorio. Busqué su
cadáver sin éxito, así que me volví a acostar con la sonrisa de la victoria en
mis labios. No habían pasado ni diez minutos cuando volví a sentirlo traspasar
mi oído, el tímpano, el martillo, el yunque y adentrase en lo más hondo de mi
cerebro hasta hacerme perder los nervios. Vuelta a encender la luz y a trazar
una nueva estrategia. Así toda la noche hasta que el reloj no marcó las seis.
Recuerdo el momento como si lo estuviera viendo. Ese mosquito, descansando tan
plácidamente en el techo y esa almohada de látex impactando sobre él. No lo
toqué. Allí quedó para la posteridad. Aplastado, ensangrentado y pegado al
techo. Cada noche, al acostarme elevo mi mirada y lo veo. Estoy seguro que es
la mejor advertencia para otros congéneres que quieran desafiarme. ¿Qué se han
creído?. ¡No saben con quién están tratando!. ¡Vamos, hombre!. Y es que yo soy así…
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